Opinión

Víctimas de nuestro bienestar

Actualmente España está sufriendo una resaca aguda provocada por aquel estado del bienestar que sagaz e insensatamente fue jaleado y vendido por una clase política un tanto huérfana de profundas convicciones y ávida de libertinaje. A estas alturas del curso, nos lamentamos de la deriva desnortada que ha sufrido aquel utópico “nirvana”, donde la falta de respeto y la inseguridad ciudadana acosan al conjunto de la sociedad. Y como siempre la culpa se vierte sobre las noveles generaciones, aquellas a las que quizá las más experimentadas saturaron con lo superfluo y les negaron el esfuerzo y el compromiso responsable.

Pocas veces a lo largo de la historia, la libertad del ser humano ha estado tan desenfrenada como lo está ahora en pleno siglo XXI. Demasiadas concesiones gratuitas a ideologías inicuas y a situaciones y actuaciones más que reprobables. Entre las causas factibles que han podido desatar este escenario tan caótico como deleznable se encuentran el relativismo, la apostasía nutrida por el laicismo, la histeria colectiva frente a la manipulación y una tibieza incontenida, conductas que han determinado, en gran medida, el deterioro y la degeneración del presente de nuestros hijos.

Hemos sido capaces de crear una sociedad con muchos medios, pero con pocos fines, muy corta de miras y orientada a la satisfacción plena e inmediata de los más apetitosos instintos y de los más minuciosos placeres. Todo ello ha originado un egocentrismo social enfermizo donde lo que no beneficia, incluidas las personas, se desprecia. El hedonismo trae causa de aquel bienestar que ha presidido efímeramente nuestras vidas, hasta que la debacle existencial irrumpió con fuerza en nuestras vidas.

La política progre de este país, pregonada por unos y consentida por otros, anclada firmemente en la trivialidad, donde unos pocos insolentes piensan por una mayoría silente y acomodada, eso sí consensuada, han hecho de nuestro país un ejemplo vivo de laxitud y de lenidad. En plena era tecnológica, lejos de gozar de un desarrollo sostenido, ético e íntegramente competitivo, el tejido social está sumido en un cenagal turbio y peligroso resultante de una depravada estrategia política y global tutelada por oscuras agendas.

El ser humano se ha erigido como dueño y señor del cosmos, sin advertir que la muerte no le pide permiso para consumar su vida, y que, a la vez, ésta depende del concurso de unos padres y no de una decisión autónoma. Si analizamos el presente de nuestros días, observamos que seguramente hemos construido una sociedad demasiado permisiva, sin límites, obviando la corrección de muchos errores, así como disculpando la extravagancia de cuantiosos actos. Asimismo, advertimos un aumento de la violencia, un resentimiento correoso y una preocupante agresividad como frutos de este deterioro.

Atribuimos la corrupción, los excesos y la indecencia dominante a las generaciones que nos han sucedido y que ahora timonean el presente, pero quizá se debe cuestionar a las precedentes de qué se han preocupado, qué relevo les han cedido y que valores cívicos y morales les han transmitido. Si consideramos con objetividad los acontecimientos, tal vez podamos evidenciar que la ruinosa situación coyuntural no haya sido provocada por nuestros hijos, tal vez haya sido favorecida por la dejación de nuestras obligaciones como padres, y de la relajación indebida y de la planificación abyecta de las instituciones.

Con todo, corregir el tiro y recomenzar de nuevo para ser fieles en lo poco y heroicos en lo ordinario, para cambiar el rumbo encrespado de la sociedad, para consolidar las convicciones que dignifiquen al ser humano y de cuya proyección se obtenga la verdadera justicia y el interés por el bien común, nunca es tarde. No podemos bajar la guardia, debemos luchar, a tiempo y a destiempo, incluso contracorriente. No olvidemos que los demonios son hiperactivos y que el infierno sufre de insomnio.