Opinión

 Las bibliotecas, oasis culturales     

Desde la injusta y cruelmente invadida Ucrania nos llegan imágenes escalofriantes de edificios destrozados, cadáveres por las calles y desolación en las ciudades y los pueblos. En medio de este vacío y de este sinsentido, después de socorrer a las personas amenazadas por los bombardeos y proteger a los refugiados, surgen iniciativas para salvar para la posteridad aquellos templos de la cultura que conservan miles de volúmenes como joyas de la historia y de la tradición.  Nadie quiere que se repitan los incendios y saqueos que acabaron con la desaparición de grandes bibliotecas de la antigüedad, como la de Alejandría o la de Constantinopla. Todavía se recuerda con tristeza la destrucción de la biblioteca de Sarajevo –un insustituible templo de la cultura– en agosto de 1992. ¿Ocurrirá lo mismo con esas diez grandes bibliotecas del país ucraniano? Toda precaución será poca para evitar lo inevitable.

En estas situaciones tan dramáticas, cuanto se rompe radicalmente cualquier latido cotidiano, cuando la sinrazón y el caos se erigen en dueños de un paisaje urbano desolado, es cuando se valora todavía más el papel de las bibliotecas como hilos casi invisibles que unen generaciones y se convierten en una siembra silenciosa de creatividad, convivencia y palabra viva. La semana pasada visité una de las 26 bibliotecas municipales de Zaragoza que no conocía, la biblioteca Manuel Alvar, enclavada en pleno corazón del Parque Delicias y ubicada en el antiguo pabellón psiquiátrico de mujeres. A pesar de su apariencia exterior, es un centro cultural moderno, especializado en materiales multiculturales. Hay que valorar el esfuerzo del ayuntamiento de la ciudad –del actual y de los anteriores– por restaurar edificios antiguos en bibliotecas o centros culturales. Tal es el caso de la biblioteca Ricardo Magdalena, ubicada en el antiguo matadero; de la biblioteca Cubit, en lo que fue la azucarera o la biblioteca María Moliner, situada en las instalaciones del antiguo convento de San Agustín, del siglo XVII. Son tres ejemplos de una apuesta clara por la cultura. Una cultura que también llega a los barrios rurales y a numerosos municipios de la geografía aragonesa.

Precisamente, una biblioteca rural, la de Villanúa, localidad oscense de unos 400 habitantes, acaba de obtener uno de los premios nacionales de la XXI Campaña de Animación a la Lectura María Moliner, otorgado por el Ministerio de Cultura. Es un motivo más para valorar la labor de estas personas que están al frente de estos pequeños oasis de la cultura. Y lo más importante es que esta distinción es la punta del iceberg de otras bibliotecas que, día a día, llevan a cabo una labor callada y eficaz, en coordinación con entidades, colegios e institutos y abiertas a nuevas iniciativas que incluyen a niños y adultos. Podemos citar como ejemplo –sin olvidar a las demás– una de cada provincia: la biblioteca pública municipal de Zuera y la biblioteca del pueblo turolense de Cedrillas. Ambas siguen la misma línea innovadora que la de Villanúa y mantienen un nivel cultural que se hace extensivo más allá de sus municipios. Por eso es tan importante conservar para las futuras generaciones este acervo cultural y literario. En la capital aragonesa hay bibliotecas históricas que son un tesoro a preservar. Entre ellas hay que destacar la biblioteca del Paraninfo de la Universidad y la biblioteca del Palacio de Sástago, de la Diputación de Zaragoza.

A pesar del auge del libro electrónico, de las tabletas y de los móviles inteligentes, la plasmación en papel de las palabras, la literatura impresa y el hechizo de las páginas llenas de creatividad, imaginación e impronta personal siguen en las estanterías de nuestras bibliotecas y cada día aguardan una mano que rescate las palabras del olvido y las transforme en vida, a pesar del paso de los años y del poso de los siglos.