Opinión

De la invasión puntual del Aragón no tan profundo

Volví de un descanso en la denostada Murcia a Aragón por la estresante autovía Sagunto-Teruel: íbamos el sábado del puente del Pilar en doble fila un celemín de vehículos –la mayoría mastodónticos- y no podía ni ver las estrellas mudéjares hechas con ferralla sobrante que tanto me gustan y distinguen los puentes de sus salidas.

Preparado para lo peor de atravesar Valencia, me han multado varias veces, y la imprevisible incorporación a carriles de tantos de sus habitantes que conducen sus coches como si de sus motos se tratara, y van por la vida con un acelere bakalao y todas las operaciones a que haya lugar en bárbara generalización que ya me perdonarán la Oltra y el Baldoví, resulta que la angustia por pasar de carril a toda hostia por tantos la tuve después, subiendo al altiplano de Barracas y Sarrión.

Me salí desesperado en Mora de Rubielos para conducir por comarcales, para cicatrizar slow Aragón, que dice Soro.

Pero entre la bifurcación de la autovía y Gúdar me adelantaron sin exagerar unos ochenta moteros, adelanté a como cincuenta ciclistas –la mayoría de los cuales iban en paralelo charrando- y tuvimos todos la enorme suerte de que los agricultores de Gúdar tengan poco que arañar y que sembrar. Si es que los del resto de Aragón pueden llegar a hacerlo con los costes actuales de los abonos triplicados.

La crisis de precios post-Covid especulativa seguramente se puede cobrar como indeseadas víctimas la tan cacareada soberanía energética en manos de la italiana ENEL (que allí es pública e hija del primer INI que copió López Rodó) como también la alimentaria. He llegado a escuchar que faltarán canales de carne para los distribuidores alimentarios al estar vendiéndose animales jóvenes por los productores debido a la falta de rentabilidad de cebarlos.

Comarca de Gúdar arriba, fin del apocalipsis valenciano. Antes, parecía que había mucho movimiento de vermú pero almorcé un par de huevos con longaniza turolense yo solo y no hice cola en la panadería de Alcalá de la Selva (hoy por su urbanización salvaje previa, Alcalá Vitrificada) para comprar refollau ni pastas de coco, mi cena prevista en el Parque Geológico de Aliaga.

Fue coger la carretera de Camarillas y no parecía ni que estaba volviendo al principio de un puente. Ni un solo coche, y la gente justa en la senda de pasarelas que arranca junto a ese monumento energético abandonado, ese dinosaurio industrial no integrado en Dinópolis, que es la Central Eléctrica de Aliaga.

Combinación entre que la geología no interesa con que Zaragoza ciudad no llena el territorio hasta su saturación, más allá del Valle de Tena.

Ante semejante estado de ilusión pero falta de vida, que se tiene volviendo del fértil y cálido Levante, recordé dos frases como cencelladas al raso que me rondan en la cabeza de la poetisa canadiense Anne Carson, concebidas en un territorio con semejante falta de pulso humano. Son las siguientes que me gustaría compartir y que sacuden más que los diagnósticos y monografías sobre el Teruel y la España vaciados:

Si la prosa es una casa, la poesía es un hombre corriendo en llamas a través de ella.

Una herida desprende su propia luz, dicen los cirujanos.

En Gúdar se me quejaron de que los habitantes de Zaragoza no van a Teruel. Hacía ni sabían cuánto que no veían a un oscense de origen. Me apuntaron que ellos sí que iban al norte, pero no dijeron Huesca sino “al Pirineo”. Imagen de marca que sabemos que condena a Sariñena como a Binéfar fuera de su día a día, que les convierte en paraísos en los que visitar se convierte en vivir, no en experimentar.

Me llamó la atención que me nombraran que veían a Jaca cara, cutre, con la hostelería regulera. Dicho por un camarero y ratificado por otro del pueblo, en un establecimiento-inversión concebido para su uso por presuntos forasteros máximo cuatro veces al año que habrá recibido un porcentaje altísimo de subvenciones, previa certificación de su viabilidad como  hacía de Lehmann Brothers en 2006 de la de España.

Yo les contesté que ahora es cuando me empieza a gustar Jaca. Con sus manzanas enteras de gotelé exterior y pizarra que baja dos pisos bloques abajo, mucha madera a veces barnizada y otras no, expuesta a rosadas y ventoleras, calles enteras vacías un martes y con las contraventanas cerradas por sus fantasmas…

Ya siento mi ciudad como irremediablemente perdida y superada, pidiendo a gritos que le escribamos. Que describamos tanta risa de primer contacto con la nieve y con el frío de propios y emigrantes americanos llegados desde los trópicos utópicos.

Te quiero Jaca por tus ecos y secretos, vas camino de convertirte en esas viñas de más de cuarenta años, irregulares pero dan el vino justo y siempre con sabor. Al servicio de visitantes pero con heridas que desprenden luz.