Opinión

Política sin educación

El choque entre política y pandemia ha causado más decepciones, todavía, de las que ya padecíamos. Algunos piensan que, si fuéramos capaces de elegir hombres buenos, ellos harían buenas leyes, mientras que otros creen que si tuviéramos buenas leyes, cumplirlas haría de nosotros hombres buenos. Seguramente no importa en cuál de estas dos trincheras nos agazapemos. Eligiendo la primera nos haremos responsables de nuestro acierto o fracaso colectivo, pero si nos inclinamos crédulamente por la segunda, trasladaríamos nuestras responsabilidades, en exclusiva, a nuestros gobernantes. Este último agazapamiento (dicho esto con todas las cautelas) ocurrió en la dictadura.

La “ventaja” de una dictadura es que toda responsabilidad por los errores cometidos (y “todo” es un error en una dictadura) recae sobre la absoluta autoridad del dictador, mientras que en una democracia es el cuerpo de electores, eligiendo (quién sabe si crédulamente) a sus representantes, el que colectivamente aparece como único responsable. Se pretende, y se logra, que las elecciones laven los delitos transformándolos en errores que las elecciones lavan y vuelta a empezar. Parlamento nuevo, vida nueva. Cambiarlo todo para que todo siga igual. He ahí la importancia de elegir, o de no elegir, pero de mantenerse vigilante.

Uno de los mayores inventos del Occidente europeo, después de la infancia, es la adolescencia. Este invento cultural fue consolidando el amparo legal y la tutela simbólica de los solteros más jóvenes. ¿Para qué? Para sujetar, si esta expresión fuera aceptable, a los miembros de una franja de edades cuyos individuos, grosera y precipitadamente, suelen calificarse de “sacos de hormonas”. Si provisionalmente aceptáramos esta clasificación, habría dos tipos de “sacos de hormonas”, los adolescentes pertenecientes a las élites y todos los demás.

La educación de las élites siempre ha sido una cuestión de interés personal. Quienes ocupan posiciones de alta responsabilidad, ya sea en empresas, corporaciones financieras, élites políticas, militares, etc. sienten la necesidad de financiar la educación de sus sucesores. El resto suele ser administrado, permítaseme la exageración, como se administra una granja: así suele funcionar la educación pública.

La educación pública, sin embargo, es la clave que alienta un sistema democrático. De poco sirve que un sistema privado ofrezca la mejor educación del mundo si la cantidad de estudiantes es limitada. Lograr eso es fácil. Lo difícil y más valioso es una sociedad bien educada. El déficit de educación pública es la causa de que, hoy, hasta los Estados que han aportado los más grandes logros para el ascenso de la democracia, se vean sometidos a graves dificultades en el funcionamiento de sus sistemas. Es la política sin educación.