Opinión

Nuevo colegio blanco roto de franciscanos en el Barrio Jesús

Me han pedido un complicado texto sobre la cercana demolición del colegio que estuvo en su misma manzana.

Ha sido un momento navideño mayúsculo. Entre tantas coincidencias posibles, en la avenida Cataluña tramo inicial nos felicitamos el día 24 un antiguo alumno, hoy colaborador de la Asociación de Vecinos y que en ella ha hallado un destino a su vida en colaborar, y un inseguro nunca servidor. Es la imagen presente y viviente de la buena vecindad casi romántica pero que ha oficiado como consuelo y alimento en la plaga que, como siempre, ha asolado más a las comunidades en que más camareros vivan.

Encuentros en un barrio hoy de clase media, aunque depende de si estás en las aceras pares o impares, con más de la mitad de nuevos vecinos y otros por llegar a los bloques orientados al sur oeste con magníficas vistas del Ebro. Claro que resistiréis como sol y cierzo entrando a vuestros dormitorios y galerías en las que poner bafles con himnos.

Pero en España todo se transforma y demuele: la tradición amarga más que los pepinos porque se asocia a tradición histórica.

Si terminaron en la piqueta por concesiones de mayores aprovechamientos medio Paseo de Sagasta modernista, los Jesuítas de la Glorieta Sasera y otros equipamientos y cuarteles que “liberaron espacio”, por mucho que la Margen Izquierda los tenga abiertos, ello no impide que sus pocos edificios o equipamientos catalogados corran esa suerte.

Se me preguntó qué me parece este conjunto de edificios de colegio e iglesia minimalista blancos que son New Franziskaner Jesusham, diseñados por el estudio Sicilia, y que serán acompañados por un bloque esquinero de apartamentos de bastante diseño y un gimnasio privado.

No contesté, pero lo hago ahora: me parecen carentes de emoción y un signo de los tiempos. Porque en España, los tiempos se dice que corren más que pasan.

Yo, que vivo en el edificio aledaño, erigido sobre el huerto de los curas, a veces tengo ensoñaciones de carasol en que oigo los gritos de tantas generaciones de los hijos de la emigración residentes en el Barrio Jesús y la Jota en la manzana hoy sin gusanos.

Jugando fútbol sala con camisetas que picaban, surgiendo de la niebla con dorondón liderados por ese padre Cobo del que salía fósforo de sudor –un líder al que seguías como un cholista-, pasando las tardes y noches de días de invierno cortos en el club de montaña o en la sala de juegos a la que se accedía por ese pasillo con baldosines valencianos multicolores.

Aquel en que esperamos a pasar un grupo de treinta, vestidos la mayor parte de franciscanos, para recibir la primera comunión, previo azote de los compañeros con los cordones de los hábitos y el acompañamiento de unas pocas princesitas.

La iglesia que era centro social más que espiritual y que va a demolerse, entonces presentaba una imagen abarrotada. Como todavía en recientes tiempos solamente a la espera de la salida de la cofradía de tambores y bombos el día de San Antonio o como cada martes santo menos el último.

Primero desapareció el Convento de Jesús del siglo XV que dio nombre al barrio, y también era franciscano. Después la mayoría del patrimonio industrial y la cúpula de la Estación del Norte, corazón de servicios del norte de Zaragoza. En fechas no demasiado alejadas, el cuartel y antiguo convento de San Lázaro, en que nos pusieron tres vacunas a principios de los 70.

Mañana, el colegio y capilla racionalistas del Camino del Vado.

Es el progreso y el futuro la educación en silencio, que todo barrio tenga instalaciones de ocio, deportivas o bares de relumbrón.

Pero hay que desengañarse, son pérdidas patrimoniales –como los bares del entorno de la estación- que no se hubieran producido en Portugal o Francia. Quizá allí es que se respetan los ecos de tantas generaciones criadas en el espartanismo y frugalidad franciscanas o en el republicanismo laico de las escuelas públicas, que quizá en mi caso no estén tan lejos.

Esas clases con miembros que se han esparcido, y hoy son clase media, por cada uno de los desarrollos impuestos por el urbanismo generacional zaragozano. Que es el mismo, si me apuráis, que el de Jaca e incluso te puedes encontrar en Graus o Calamocha. Cada generación, hasta ahora y lo que vendrá, todo tiene que renovarlo.

Para compensar mi emoción perdida y recuerdos queridos, os miraré a todos vosotros a través de las hojas del pequeño gingko biloba que ha sido plantado en los jardines José Pablo Arrizabalaga, en frente del palacete Solans. Porque aunque todavía tenga pocos años, pertenece a una familia de árboles única, una especie de fósiles vivientes que nadie se atreverá a talar.

Mientras yo viva, representará para mí con su estirpe de 250 millones de años a todo el patrimonio, vivencias, curtidores, lecherías, ferroviarios, taxistas, bares de revuelto o carajillo, fundiciones, regaliz de palo de ribazo, centrales lecheras, dos azucareras del Rabal, colchonerías de marca mundial, talleres mecánicos con ruido a grasa y olor a mallo… pero, sobre todo, a tantas generaciones de estudiantes crecidas en este rincón del mundo húmedo y soleado.

En el que somos politeístas porque también adoramos al Ebro y sus crecidas.