Opinión

Ruta Joaquín

Aragón TV está repleto de programas que presentan un territorio que bulle, protagonizados por gentes que han elegido un proyecto y se han asentado en su lugar de origen –no precisamente desde cero sino que seguro sobre patrimonio familiar- a las que se le obliga a actuar, a tener sueños sin depresión. Tienen un sueño que pueden desarrollar porque seguro que tienen crédito en sus dos aceptaciones.

En ocasiones, estos espacios son de contenido nostálgico-lacrimógeno y excelente factura audiovisual, al modo de los programas de La 2 producidos en Sant Cugat. Que siempre serán superados por su calidad estética y porque al silencio se le debe dejar hacer por la obra del fotógrafo de Ojos Negros: Miguel Sebastián, que ha tratado la piel arrugada de Teruel como Gervasio Sánchez la de Mostar.

Entre estos programas, está el caso de la reciente reposición de “Sin Cobertura” en la que se machaca sistemáticamente a los invitados con las mismas preguntas sobre ese nuevo mantra del vaciamiento y que por qué.

Como dijo Severino Pallaruelo en uno sobre mi montaña, la generación de mis padres salió expropiada o ni eso. En parte porque quisieron y para vivir mejor, en mayor aún porque necesitaban vivir con dinero cuando éste empezó a correr en los 50 y la vida ya no era solamente subsistir sino las letras del pisito y del primer 600, quien pudiera.

Y, efectivamente, con su valiente decisión migratoria permitieron que muchos estudiáramos en su lugar. Y los corrales que se espaldeen, que ya nadie trilla. Es hermoso verlos careados o hundidos, solo se han arreglado por orgullo competitivo. El vacío se sabe exactamente de cuándo viene con sabor a Polo de Franco de desarrollo.

Los pueblos turolenses no son sino el revés de la cara de los barrios y cascos históricos, incluso de ciudades intermedias y en toda España, vaciados sistemáticamente de parejas jóvenes con hijos que han salido a vivir en bloques de protección oficial o unifamiliares.

Expulsándolos en cada generación de su kilómetro uno para comprar de todo, el de su primer colegio público –que si es concertado se viaja desde crío-, a los desarrollos urbanísticos que ha convenido y que ha habido que dotar, cicatrizando, tras veinte años de capitanas por las calles con fondos que no resisten el análisis coste beneficio.

Suturadas las distancias con autobuses lanzadera, no solamente Zaragoza, sino también Monzón y mucho más Jaca o Benasque han triplicado superficie para los mismos habitantes hoy insostenibles pero menos afectados por la falta de ventilación en caso de pandemia.

Ahora bien, el alcance poético y de hondura de los protagonistas del programa de la falta de cobertura que condujo un gallego que cunde mucho regeneracionista –generalmente urbanitas con raíces trasplantados o ni eso- eleva su emoción en capítulos determinados. Especialmente duros y hermosos los dedicados a las comarcas turolenses.

Se repuso hace un mes el de Cuencas Mineras y pudimos viajar al presente y pasado de la comarca con Joaquín Carbonell, ese ruiseñor de preciosa voz de cantante de orquesta de boleros.

Pasado e historia del poeta y su familia quedaron cincelados, como aquellos fríos de madrugada de ir a varear olivas que yo también recuerdo y aún viví, aunque poco, en mi niñez. Como aún hoy me viene, si fijo bien la mirada en las huertas, el sabor de las almendras en leche o cascadas y de los casbabillos de viña de cascajo, plantados los árboles leñosos y oliveras entre las hileras de garnacha vieja pero no ácida.

Un viaje con Joaquín necesita de poca planificación y empuje para subir ese tres mil con vía ferrata hasta una cumbre fina pero engañosa de profunda cultura popular que resultó ser la amalgama o planeta Carbonell, como poliédricos y no solo nerviosos emprendedores neorrurales con otros salvo que el territorio, como ha hecho a veces, compre habitantes.

Es una necesidad hacer este recorrido para mantenernos vivos nosotros, dándole nuestros ojos a su obra imperecedera que fue peripatética más que propia de panteón costista.

Para tal propósito, debemos viajar a ese corazón minero turolense que queda en los lugares que salpican la sierra de Arcos. Centenares de kilómetros cuadrados bordeados por las nacionales, al sur del Desierto de Calanda, a los que necesariamente ir de propio a comer una tortilla de habas jóvenes en sus agujeros negros.

De colores, mesetas de mina abandonada y tozales de todos los tonos de granate, la comarca de Alloza y Andorra alberga foces y puntos de energía tan evidentes como el Monasterio del Olivar.

Después, en AVE, autobús o coche propio sin mascarilla, seguir la trayectoria vital de Joaquín y la emigración aragonesa en Barcelona.