Opinión

Hablando se entendía la gente

Javier Barreiro, escritor.
photo_camera Javier Barreiro, escritor.

Nada más nuestro y personal que el idioma ya que el Yo figura incluso en dicha palabra de origen griego: “Idios” equivale a propio, personal, particular, privado y la terminación “ma” sería la realización de esa privacidad. Por eso y por otras cosas, a algunos nos molesta tanto que quieran convertirnos en guiris, sustituyendo nuestras hermosas palabras por términos ingleses. No sustituyendo, sino matando: cada vez más personas dicen “kit” en vez de lote, “casting” en vez de prueba, “on line”, en vez de en línea o conectado. Y, para fingir asombro, convierten la interjección inglesa “waw” en un ladrido, mientras aquel “¡Ahí va”, que bastantes escribían “¡Aiba!”, se bate en retirada.

A la Real Academia de la Lengua, muchos, entre los que me incluyo, la han discutido siempre, con razones y sin razones. Hay motivos para ello y, también, para defenderla. Pero, sobre todo, debería haber razones para conocerla, ya que existe para defender aquello que nos es propio y, como todos nos pasamos la vida intentando saber quiénes somos, también para aclarar algunas de nuestras dudas. ¿Cuántos españoles de hoy saben que el presidente de la institución es Santiago Muñoz Machado, un jurista de Pozoblanco? Muchos menos que cuando la presidían Menéndez Pidal, Dámaso Alonso, Laín Entralgo o Lázaro Carreter.

Si los periódicos de tinta desaparecen, si muchos profesores escriben en la pizarra sin tildes y ruegan humildemente a sus alumnos que se callen usando el barbarismo “¡Callaros!”, en vez de “¡Callaos!” y si el modelo es el canal de televisión con más audiencia; es decir, con más burricie, cualidad que tampoco falta en el resto, ¿qué será de nuestro idioma con tales modelos? Tenemos la esperanza de que lo defiendan los hispanohablantes de la otra orilla del Atlántico, donde, al menos, su literatura anda por caminos más creativos que los hollados en su madre-patria. Pero también hay que lamentar que en Centroamérica la cercanía de los Estados Unidos y la deficiente situación económica y social de la mayor parte de estas repúblicas origine que el español ande amenazado y escasamente protegido. Las academias de varios de estos países carecen de financiación y, con frecuencia, de sede.

En la Real Academia Española, sólo quedan diez académicos que ya lo eran cuando comenzó el siglo XXI. El más antiguo es Pedro Gimferrer que entró en 1985, cuando sólo contaba 40 años, los mismos que tenía Antonio Muñoz Molina al ingresar en 1996. Ahora es el más joven de todos ellos. El más veterano es el lingüista Gregorio Salvador que cumplió en junio los 93. Ocupa el sillón “q” y su discurso de ingreso versó sobre esta letra. También fue de los que salvaron la Ñ en un informe al Ministerio de Cultura cuando la CEE pretendía que no fuera necesario incluirla en los teclados comercializados en España. Es, pues, un hombre sensato, que en 1959 comenzó de Catedrático de Instituto en Algeciras y, cuarenta años más tarde, ya era vicedirector de la Academia. En 2007 publicó “El fútbol y la vida”, un libro sobre el deporte rey. Al año siguiente fue de los que criticó públicamente a la ministra Bibiana Aido cuando expelió lo de “miembros y miembras”:

«Casi nunca nadie está solo en su propia estupidez, siempre tiene acompañantes (…) lo que se siente es vergüenza (…) Si fuera, siquiera, para hacer una gracia, puede deformarse el género de una palabra que es masculina, porque pertenece al género, que no tiene nada que ver con el sexo (…) Ahora resulta que si se le hace un femenino a miembra, pues la pierna será una miembra, no un miembro y el brazo será, en cambio, un miembro».

La mayoría de los políticos españoles de hoy son el mejor ejemplo de que una torpe expresión es vehículo de un torpe pensamiento. Generalmente, utilizan la lengua para manipular o engañar directamente, inducidos por unos asesores que sería mejor que, como los de la pandemia, no existieran. Estos sí que existen para ultrajar la lengua, el buen sentido y la verdad.