Opinión

La generosidad

Javier Barreiro, escritor.
photo_camera Javier Barreiro, escritor.

Terminaba 1902 y el diputado catalanista Alberto Rusiñol –no confundir con su hermano Santiago, estupendo literato y pintor que no compartía sus ideas- con el prurito de desmentir la avaricia catalana, regaló una barretina a Francisco Romero Robledo, bien conocido político y diputado por Antequera, proponiéndole que fuera con ella al Congreso. Don Paco aseguró que la emplearía como gorro de dormir.

Después quiso repetir la jugada con la Virgen del Pilar, pero Mariano de Cavia le paró los pies con un magnífico artículo en El Imparcial, arreándole de paso a Basilio Paraíso, que oficiaba de componedor.

Tras la dictadura, llevamos muchos años soportando a quienes después de asumir una agresión, en vez de recurrir al axioma “Al enemigo ni agua”, pontifican sobre el diálogo, que consiste en que dichas agresiones queden impunes y que se asuman las nuevas reivindicaciones separatistas. Finalizaba don Mariano proponiendo que el todavía en activo Royo del Rabal, viejo militante del republicanismo federal, recibiera al de la barretina y su embajador con esta copla:

“Al buen catalán, salud / pero los catalanistas / hacéis aquí tanta falta / como los perros en misa”.

En Aragón también ha habido pintorescos altruistas como el clérigo Pedro Cubero Sebastián, natural de El Frasno, que, entre 1670 y 1679, se propuso dar la vuelta al mundo al revés. Como entonces se empezaba doblando el cabo de Hornos y se terminaba costeando el de Buena Esperanza, el aragonés, cabezudo como él solo, lo hizo en sentido contrario: Oeste-Este. Su fin también era generoso: bautizar infieles y, según cuenta en su “Peregrinación del mundo”, lo hizo con cientos de miles. Lo que no cuenta el buen cura es cómo se las arregló para administrar el sacramento y la doctrina cristiana a esa velocidad.

El libro es entretenidísimo y, como en las novelas de aventuras, es difícil distinguir lo real de la fantasía. Recuerdo que una de las cosas que me asombró fue la noticia de que los rusos tenían casas de madera con ruedas, con lo que, si se llevaban mal con los vecinos, le enganchaban una soga o cable y se la llevaban a otro lado. Hace un par de años verifiqué que en la isla de Chiloé, el último reducto que España abandonó en Chile, los naturales hacían lo mismo, aunque no fuera por razones de enemistad.

Frente a estas generosidades interesadas como la del catalán, o absurdas, como la del celérico bautista de El Frasno, más auténtica resulta la del alcañizano Mariano Nipho (1719-1803), con todos los títulos para ser considerado como el primer periodista español y que, entre infinidad de méritos que no son para consignar aquí, ostenta el de haber creado y mantenido, en absoluta soledad, el primer diario español, Diario Noticioso. Que es, también, el segundo más antiguo de Europa, pues Nipho lo editó desde 1758 y sólo el DaylyCourant (1702) es anterior. Entre otras cosas, ofrecía a sus lectores un servicio de anuncios y, según se ve por el que transcribo, entonces la gente sabía lo que quería:

“En casa de un sujeto de circunstancias, hace falta una criada que sepa coser bien, aplanchar con limpieza, y guisar sin porquería: la que estuviere desacomodada y quiera lograr su acomodo, acuda a la casa en que vive este caballero, que es frente de las Monjas del Sacramento, quarto segundo, en una casa grande, que tiene debaxo varias tiendas, como son Vidrería, Confitería y Barbería”.

No se pueden explicar mejor las necesidades del caballero, las funciones que cumplir ni el lugar donde han de ejercerse. Sin embargo, la generosidad de Nipho sirviendo información a sus lectores se ve superada por la de quienes se entregan a la docencia, casi siempre por un menguado estipendio y en lucha con vociferantes alumnos, ahítos de derechos y exentos de deberes, los todopoderosos padres, melifluos con sus hijos y tiranos con sus preceptores, y el patrón, privado o estatal, siempre dispuesto a recortar la exigencia del programa y los derechos, funciones y sueldos de sus asalariados.

Como escribió Poggio Bracciolini en el siglo XV a un amigo que le proponía dedicarse a la docencia: “¡Dios me libre! Pues más vale estar sometido a un hombre que a muchos”.