Opinión

Viajes con sentido

Francisco Javier Aguirre
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A finales del pasado mes de marzo pudieron verse gráficamente dos radiografías del espacio aéreo europeo, la primera de hace un año, y otra en el momento actual. La diferencia era abismal. Según la comunicación aneja a la imagen, a finales de marzo de 2019, en un momento determinado del día, había 15.000 aviones sobrevolando Europa. Un año después, hace por lo tanto unas semanas, el número registrado era de 400.

La tecnología del transporte ha permitido que nos desplacemos por cualquier motivo a larga distancia y a gran velocidad. Hay viajes comerciales, de negocios, de trabajo, de familia y de ocio. Las compañías aéreas se han multiplicado, algunas ofreciendo condiciones discutibles en cuanto a comodidad y eficacia, otras satisfaciendo mejor la demanda. Y quedan al margen los vuelos de carácter militar, refiriéndonos exclusivamente a una Europa hipotéticamente en paz.

Este tipo de desarrollo aéreo ha comenzado a ser cuestionado desde hace algunos años por las organizaciones ecologistas, atentas al deterioro que supone para la atmósfera la emisión de los gases derivados de la combustión. Hay viajes comerciales que tienen escaso sentido cuando se transportan, de un país a otro, productos que no responden a necesidades auténticas, sino al capricho consumista minoritario. Un ejemplo es el traslado desde Sudáfrica o desde Argentina de productos frutícolas de temporada, aprovechando la contraposición de las estaciones en los dos hemisferios.

No tiene sentido la comercialización de cerezas en España en invierno, siendo nuestro país productor de este sabroso fruto durante cuatro meses al año. En el invierno disponemos de alternativas vitamínicas más que suficientes para evitar el deterioro que supone recibir cargamentos aéreos de esa naturaleza. Que las naranjas lleguen a Finlandia parece comprensible, porque en aquel país no se producen cítricos y sus beneficios para la salud son evidentes.

Hay otro género de viajes largos que son los de ocio, los llamados turísticos, que se han generalizado por el bienestar económico de parte de la población y el desarrollo de las infraestructuras en países lejanos. Desde siempre se ha distinguido entre viajeros y turistas. Los primeros acuden a conocer nuevas rutas, nuevos lugares, nuevas culturas, intentando ampliar sus gustos y conocimientos. Los segundos únicamente escapan de la rutina ordinaria siéndoles indiferente el destino, con tal de que sea barato o exótico.

Es inherente al ser humano el deseo de viajar. En el primer caso, las personas coherentes realizan una preparación remota de la nueva cultura que desean conocer en directo. Una asociación cultural de la vecina Navarra, que organiza anualmente dos viajes de conocimiento, desarrolla un programa previo consistente en charlas, lecturas, visionado de películas, etc. que les proporciona una idea global de lo que van a ver. Si el destino es Japón, durante los cinco meses previos leen y comentan obras de Yasunari Kawabata, Premio Nobel de Literatura en 1968, escuchan música culta y popular japonesa, ven películas de Kurosawa o Mizoguchi y organizan charlas sobre el sintoísmo, por poner unos ejemplos. Esos ciudadanos son viajeros, no turistas simplemente. Les interesa algo más que el mero exotismo del país.

Mi particular visión del asunto es, por tanto, favorable a los viajes con sentido, pero no puedo aplaudir otras ‘escapadas’ –un término en sí peyorativo; escapar de algo es un inicio negativo del viaje– sin más motivo que gastar un dinero sobrante y poder contar al regreso que uno ha estado allí. Documentado el viaje, por supuesto, con cientos, si no miles, de fotografías y videos domésticos cuyos protagonistas suelen ser los propios interesados.