Opinión

Soledad solidaria

Después de más de dos semanas en estado de alarma, y bajo la amenaza permanente del temido coronavirus, todos buscamos un motivo para hacer el presente más llevadero y romper con la barrera de la incertidumbre, que nos ha privado de un plumazo de la fiesta del vivir. Por eso, es importante afrontar esta difícil situación de manera optimista e intentar, desde la soledad y el aislamiento, buscar aquello que nos ayude a luchar contra la rutina, las horas interminables o el amargo rosario de estadísticas negativas. Una de las actividades más recomendables para pasar de la mejor manera estos días de obligado confinamiento es la lectura. En mi caso, entre los libros que tenía en lista de espera, he vuelto a un clásico de la literatura universal: La peste, del escritor Albert Camus.  Esta novela –segunda del autor argelino después de su éxito con El extranjero– se ha convertido por derecho propio en una inquietante metáfora del Mal, encubierta por la historia de una epidemia mortal en Orán. Las reflexiones que surcan el relato son inquietantes y estremecedoras. Cuenta la historia de unos doctores que descubren el sentido de la solidaridad en su labor humanitaria. Parece, incluso, una profecía anticipada en los años 40 del siglo XX de la pandemia que está azotando durante estos meses a todo el Planeta. He espigado unas palabras como botón de muestra: “Porque el bacilo de la peste no muere ni desaparece nunca (…) y que quizás llegue un día en que, para desdicha y enseñanza de los hombres, la peste despierte a sus ratas y las envíe a morir a una ciudad dichosa.”

No vamos a plasmar aquí las numerosas y acertadas reflexiones del escritor francés nacido en Argelia, pero sí que vamos a intentar reflexionar sobre las actitudes más relevantes y encomiables de estos días en los que parece que se ha detenido el tiempo y hasta la primavera se resiste a comparecer. Lo que está claro es que, como indico en el título, hay dos palabras que, aunque aparentemente contrarias, se han convertido en una se las señas de identidad de estas fechas tan grisáceas y anodinas: la soledad y la solidaridad. Soledad en las calles, vacías y desoladas; soledad en muchos hogares; soledad en las habitaciones de los hospitales; soledad en las residencias de ancianos; soledad en los cementerios. Pero, como contrapunto necesario, surgen cada día gestos de apoyo, aliento y sincera solidaridad. Esa solidaridad que echamos de menos en tantos momentos de la vida cotidiana, ha renacido cuando más necesaria era. Una solidaridad que se transforma en reconocimiento diario, con esos aplausos a las ocho de la tarde, a todos los que están en la primera línea de combate contra el coronavirus: médicos, enfermeras, auxiliares, celadores, transportistas, fuerzas de seguridad, farmacéuticos, agricultores,…

Y es que esta soledad solidaria no es un juego de palabras, ni una ingeniosa paradoja. Porque solo desde una situación límite como la que estamos viviendo, el ser humano manifiesta este fondo de bondad oculta que todos llevamos dentro para ayudar al anciano que vive solo, compartir sonrisas y buenos deseos con los vecinos de enfrente o aportar fondos desinteresadamente para adquirir mascarillas o respiradores. Volviendo a la obra de Camus, podríamos suscribir las palabras del protagonista, el doctor Rieux, cuando la epidemia está tocando a su fin: “Yo me siento más solidario con los vencidos que con los santos. No tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre”. Es deseable, por tanto, que cuando todo esto termine, cuando venzamos con nuestra pequeña aportación al fantasma del virus, cuando salgamos de esta terrible pesadilla, no solo lo celebremos por todo lo alto, como hicieron los habitantes de Orán –“Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin”– sino que mantengamos el valor positivo de la soledad y, sobre todo, seamos mucho más solidarios que antes de la crisis. Mientras tanto, podemos optar por una buena lectura y  por un uso adecuado de las nuevas tecnologías ya que, gracias a ellas, seguiremos encerrados en casa sin perder el contacto con los nuestros.