Opinión

Ver para creer

Muchos aragoneses que ya peinamos canas recordamos la famosa canción de La Bullonera que se coreaba con entusiasmo durante la década de los 70 del siglo pasado: “Los de Huesca y de Teruel, como los zaragozanos, en un grito sin cuartel han de estrecharse las manos, puestos en pie”. Pero pocos conocen que el autor de dicha letra fue el poeta aragonés José Antonio Rey del Corral, fallecido inesperadamente en 1995. Desde entonces, han sido muchos los homenajes que ha recibido y los actos en los que se ha reconocido su talento y su compromiso con la sociedad.

El homenaje recuerdo más reciente a este poeta singular tuvo lugar la pasada semana en La Casa de Zitas.  Con el lema “La poesía es. La poesía sirve”, coordinado por Sagrario Manrique y presentado por Manuel Pérez Lizano, recitaron alguno de sus poemas Emilio Lacambra, Carmen Arduña, Ángela Domingo, María José Domingo y Eduardo González. Además, el grupo Monte solo interpretó, entre otros, el poema “Moncayo mágico”, homenaje al monte emblemático de Aragón. En el acto estuvo presente su viuda, Viena Torrijos, que recibió el calor y el afecto de todos los que llenaban la sala.

El título de este poema, en el que invita a los aragoneses a luchar por su tierra y por sus intereses, anticipa y presagia, sin duda alguna, el escenario en el que estamos inmersos cuarenta años después de su composición. Porque Rey del Corral era consciente de las dificultades con las que se enfrentaba esa naciente democracia y había vivido los últimos años del franquismo con un talante abierto, tolerante y conciliador. Desde sus primeros años, todavía adolescente, ya participó en las tertulias literarias del café Niké, lideradas por el incombustible y genial Miguel Labordeta. Después de su estancia en Teruel, Escocia, Colombia y Panamá, regresó a España con la maleta cargada de ilusiones y con el afán de transformar la sociedad desde abajo. Eso sí, su arma fue la poesía, en la línea de César Vallejo, de Pablo Neruda, de Antonio Machado, de Miguel Hernández, de Blas de Otero y de Gabriel Celaya. Y en Aragón se codeó con los hermanos Labordeta –fue profesor en el Colegio Santo Tomás de Aquino–, con Emilio Gastón y con Ildefonso Manuel Gil.

En estos tiempos de incertidumbre, de vaivenes políticos y de un cierto escepticismo en el ciudadano de a pie, releer la poesía de Rey del Corral supone un soplo de aire fresco. Su palabra fue una lucha contra el tiempo, su compromiso político estaba plenamente arraigado en la tierra y su inquebrantable fe en el hombre iba más allá de sus composiciones poéticas. Desde su primer libro, “Poemas de la incomunicación” (1964), hasta su obra póstuma, “Parlapalabra” (1995), José Antonio nos regaló excelentes sonetos, sugerentes décimas y poemas de verso libre en los que el compromiso social, la insatisfacción vital y la obsesión por el paso del tiempo conforman una trayectoria que todavía no se ha valorado lo suficiente. Pero ante todo, late en sus poemas la presencia de Aragón, del Ebro y del Moncayo, como ese dios que ya no ampara labordetiano.