Opinión

¿Palabras entrañables o palabras chochas?

Javier Barreiro, escritor.
photo_camera Javier Barreiro, escritor.

Hace unas cuantas semanas, Mariano García entrevistó a una artista zaragozana que preparaba una exposición en el Instituto Cervantes sobre la muerte de las palabras. Incluso creo recordar que hasta salió en el Telediario. Contaba Marta PCampos, que así se hace llamar, que había cotejado la edición del Diccionario de 1914 con la de una centuria después y, de ahí, había extraído una colección de vocablos con la que montar la exposición que, hasta el 26 de septiembre, puede visitarse en el susodicho Instituto.

Una de las palabras que mencionaba en la entrevista era la tan aragonesa “aborrecido”, tan propia de las madres de antaño: “¡Me tenéis aborrecida!”. También se decía de la hembra animal que no alimentaba a algunas crías: “Las había aborrecido” y hasta hay una jota que comienza “Qué aborrecida te ves…” De todos modos, afortunadamente, no es palabra desaparecida pero, por desdicha, hay muchas en el ámbito aragonés, que difícilmente volverán.

Mi padre, siempre que se encontraba una persona campanuda y dándose importancia, decía que le entraban ganas de darse una pingoreta –él decía “pinoreta”- pero no se la he escuchado más que a él. Mi querido Joaquín Carbonell, de crío, jugaba al recacholino. Es decir, al aro, que, por cierto, cuando yo era pequeño, ya estaba totalmente fuera de uso. Jamás había escuchado esa palabra, que tampoco aparece en el Diccionario Aragonés de Rafael Andolz.

Hay adjetivos que se mantienen y todos conocemos personas brozas o zaforas, facción a la que se adscribe el firmante. Si usamos sólo la letra inicial del alfabeto, aún perdura el escoscado, el “arguellao” o el alparcero pero ¿dónde están el ababol, el apatusco, el azanorio o el abón, todos ellos portadores de significados poco amables? La igualación del lenguaje, fruto de la enseñanza y la televisión, ha desterrado estos usos particulares pero también lo ha hecho la estupidez de la corrección política. Es curioso que el “azanorio”, con el significado de persona simple o atontada, se use todavía en la Argentina con el mismo sentido pero convertido en “zahanoria”. Recordarán los lectores que se usaba comúnmente en las tiras de Mafalda.

El citado abón, que es una persona callada y de poco trato social, puede confundirse con el habón, que es la roncha o abultamiento que produce una picadura. Y, hablando de picaduras, ¿cuántos aragoneses nombran a los animales como se hacía en mi niñez: el renacuajo era un cabezudo; la urraca, picaraza; la comadreja, paniquesa; el tejón, tafugo; el jilguero, cardelina; el escorpión, arraclán; la garduña, fuina; el lagarto, ardacho; la lagartija, sargantana; el piojo, alicáncano… Pese a ser un niño más urbano que rural, todas esas palabras las podía escuchar en mi entorno. Y tampoco soy tan viejo… Además, cuando lo sea, pienso estar muy pito.