Opinión

Lobos con piel de cordero

Vivimos en un mundo en el que se tiende a mitificar a todas aquellas personas que destacan en diversos campos de la ciencia, de la política, de la religión o del espectáculo más o menos mediático. Nos seducen con sus palabras cargadas de promesas, nos roban el corazón y secuestran nuestros sentimientos. Incluso llegan a cambiar nuestro modo de pensar y de actuar en la vida cotidiana. Este fenómeno se ha extendido más debido al auge de las redes sociales, que no solo invaden nuestra intimidad sino que alteran nuestra percepción de la realidad y nos ofrecen una visión distorsionada de la actualidad social, política y económica.

¿Quién no ha manifestado su admiración por un líder político, elogiando su honestidad, su coherencia y su sentido común? ¿Quién no ha intentado seguir los pasos de un personaje público y ha llegado incluso a mitificarlo? ¿Quién no ha situado en un pedestal a esa persona de carne y hueso aupada por los medios de comunicación? Y resulta que, de la noche a la mañana, esos mitos caen repentinamente del pedestal y crean un clima de decepción e incluso de rabia contenida en todos aquellos que los han admirado, encumbrado y enaltecido.

En esta situación política y social que estamos viviendo, tanto en el ámbito local, autonómico, nacional e internacional, aparecen y desaparecen de la noche a la mañana personas que se erigen en salvadores del mundo y luego se convierten en títeres que, esclavos de su propia fragilidad o manejados como marionetas por otros poderes ocultos, nos decepcionan con actitudes paradójicas y a todas luces muy lejos de sus convicciones y principios. Son los llamados lobos con piel de cordero. Y si no que se lo pregunten a los miles de votantes que tanto en las últimas elecciones generales como en las autonómicas y municipales han confiado en un líder determinado y se han dejado seducir por sus promesas y sus retos para el futuro. Como ocurre habitualmente, una vez han ocupado el escaño en un parlamento o en un ayuntamiento, se olvidan de todas aquellas propuestas más o menos utópicas, y se refugian en el mutismo justificando su actitud por motivos inconfesables como obediencia a las directrices del partido o problemas de tipo coyuntural.

Todos estos comportamientos de muchos líderes políticos son cada vez más preocupantes porque fomentan la desafección del ciudadano hacia esas personas en las que han confiado pero, como se puede observar en las últimas semanas, no son capaces de ponerse de acuerdo para formar un gobierno que represente a la mayoría de los votantes y que trabaje en el beneficio de todos los ciudadanos. Lo que antes de los comicios eran promesas disfrazadas de sonrisas, de tolerancia y flexibilidad, ahora se han convertido en líneas rojas, en cordones sanitarios y en ninguneo explícito de las personas que buscan en sus líderes unos comportamientos en los que la coherencia esté por encima de las servidumbres de partido o de los imperativos de los órganos nacionales.

Porque está claro que estas situaciones derivan en enfrentamientos y en unos callejones sin salida que obligan al ciudadano de a pie a replantearse el voto, a quedarse en casa o a alejarse definitivamente de aquellos que lideran los países, las comunidades autónomas o los ayuntamientos, sean del color que sean. Todo por un disfraz carnavalesco que debería permanecer encerrado en los sótanos de las hemerotecas.