Opinión

Enfermedades incurables

Francisco Javier Aguirre
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La especie humana padece enfermedades difícilmente curables. No me refiero a las de reciente aparición, sobre las que parece difícil intervenir por falta de conocimiento y terapias eficaces. Tampoco a las enfermedades físicas de larga tradición que en gran medida van siendo dominadas por los avances de la Medicina y la Farmacología. Mi punto de mira son las enfermedades del espíritu, aquellas que no muestran aparentemente una imagen somática, algo que se perciba en la fisiología o en la anatomía del ser humano.

El hecho de que según los estudios realizados en nuestra órbita cultural, crezca cada día el número de las personas ricas y cada año sean mucho más numerosas las personas pobres, indica que hay una enfermedad de base en quienes acumulan bienes y posesiones sin medida. Que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres es una de las lacras de nuestra sociedad presuntamente desarrollada.

Es cierto que cada persona tiene unas capacidades de planificación, realización o eficacia, y que no pueden pretenderse resultados idénticos para todos. La igualdad es una quimera, pero la equidad debiera establecerse como objetivo, como utopía. Alguien con una credibilidad intelectual intachable señala claramente la diferencia entre lo quimérico, imposible de por sí, y lo utópico, posible a medio o largo plazo porque corresponde a sentimientos de justicia.

Suele confundirse la codicia con la avaricia. No son lo mismo, aunque tengan parejos síntomas externos. Ya Cervantes dice en el Quijote que la codicia rompe el saco. Codicia es el afán de acumular y acumular y acumular. Avaricia es la aplicación de la codicia en detrimento de los demás, de forma ostensible. Así lo define la Real Academia Española. En términos de patología, ambas son de difícil curación. No es frecuente que alguien dispuesto a acumular sin medida, para quien los miles de millones no son satisfacción sino estímulo para seguir acumulando, pueda cambiar de onda mental.

Porque finalmente se trata de una enfermedad mental de las que socialmente no se censuran, sino que por el contrario muchas veces se aplauden, aunque secretamente se envidien. Enfermedades que no cuentan con otra dificultad para avanzar que los obstáculos legales para saltarse ciertas normas. Pero bien se encarga el poder de los ricos de canalizar el barco legal para que sus acciones tengan un amplio margen de aplicación, para que sus medidas de acumulación sean legales, aunque a cualquier analista le parezcan inmorales. La legalidad y la moralidad no suelen ir de la mano. En las altas esferas del poder político y financiero funcionan los vasos comunicantes.

Desbordar ciertos marcos legales ha llevado a la cárcel a personalidades de alto nivel político y económico, pero nunca la reclusión y la multa resuelven la dolencia. Sirve solo una fórmula: la toma de conciencia, la reflexión profunda y continuada sobre el sentido de la vida, sobre el papel de los bienes materiales, sobre el valor de lo humano y sobre la evanescencia de la riqueza exagerada, en un sentido profundo al que puede llegarse desde la mente y desde el corazón. Solo en caso de tener clara la primera y limpio el segundo.