Desde un encuentro que determinó que la historia universal fuera de una forma y no de otra, pasando por la recreación actualizada de una famosa película, y la presentación de una ágil comedia francesa, la semana ha sido densa en espectáculos de fuste.

“Copenhague”, “Fresa y chocolate” y “El nombre”

Desde un encuentro que determinó que la historia universal fuera de una forma y no de otra, pasando por la recreación actualizada de una famosa película, y la presentación de una ágil comedia francesa, la semana ha sido densa en espectáculos de fuste.

COPENHAGUE

Los sucesivos encuentros y desencuentros entre dos de los máximos representantes de la física cuántica del pasado siglo, Werner Heisenberg y Niels Bohr, es el tema envolvente de ‘Copenhague’, una obra de Michael Frayn que han interpretado en el Teatro Principal Malena Gutiérrez, Emilio Gutiérrez Cava y Carlos Hipólito, bajo la dirección de Claudio Tolcachir, quien ha adaptado el impresionante texto del dramaturgo inglés.

Bohr y Heisenberg se encontraron en 1941 en la ciudad de Copenhague con un objetivo concreto y al mismo tiempo difuso, cosa que la pieza dramática trata de desentrañar aludiendo a un antes y un después de manera hipnótica. El espectador se queda prendido de la transferencia de tiempos porque los personajes, en un extraordinario proceso dinámico conducido por Margrethe, la esposa de Bohr, parecen víctimas de un vórtice entre lo científico, lo personal y lo político.

Ella se encarga de especificar con sus idas y vueltas, con sus alternancias temporales, con el juego de las estaciones y con sus intervenciones críticas la confrontación entre los dos físicos nucleares. Es ella quien sirve de vehículo al espectador para introducirse en ese mundo complejo, lleno de claves, sospechas e incógnitas que a la mayoría nos envuelve sin que podamos descifrarlo.

Hay en la historia ciertas resonancias líricas cuando los dos científicos intentan reconducir su relación y aluden al recuerdo de aquellos paseos al anochecer, aquellas confidencias comprometidas, aquellas indagaciones con un objetivo más allá de lo científico, con la reiteración de las pisadas de la gravilla a la entrada de la casa de los Bohr, ante la que se detiene un perplejo Heisenberg, aun debiendo traspasar el velo iniciático porque sabe que dentro está ya el abrazo al mismo tiempo que el conflicto.

Los actores hacen una interpretación ajustadísima, perfectamente hilvanada, con espacios para la reflexión, con márgenes para el estremecimiento al calcular lo que pudo ser la historia de Europa y del universo en caso de que científicos como Heisenberg y Bohr hubieran ido en una dirección en vez de en la contraria. Juegos de luces y lejanos ecos sonoros envuelven y matizan una acción que traspasa el mero significado histórico para alcanzar profundidades de un alcance filosófico y cosmológico más allá de lo que ordinariamente solemos concebir.

FRESA Y CHOCOLATE

En la publicidad de la obra que se ha presentado durante el pasado fin de semana en el Teatro de las Esquinas, ya se anuncia como una secuela, entre cómica y dramática, de la película cubana del mismo título estrenada en 1993. A partir del guión de Senel Paz, que se utilizó en la película, se dramatiza la misma situación.

Tres personajes van a desarrollar una confrontación a partir de la identidad sexual del principal de ellos, Diego, interpretado por Manuel Menárguez, un homosexual vinculado al mundo artístico e intelectual, que vive una situación ambigua. Por una parte goza de ciertos privilegios que le permiten acceder a lugares, contactos y situaciones que la mayoría de la población habanera no consigue; por la otra es consciente de que sufre el rechazo social.

Un inesperado encuentro con David, estudiante de sociología, a quien interpreta José Francisco Ramos, significa la toma de postura de este último, siguiendo los patrones sociales de menosprecio de lo que se considera normal, es decir la heterosexualidad. Un tercer personaje, interpretado por Alejandro Valenciano, aparece en escena como el radical militante de la oficialidad  comunista, a pesar de que su bagaje ideológico no parece de gran consistencia.

Entre los dos urden un complot para desenmascarar y anatematizar a Diego. Hasta ese momento la obra transita con un cierto equilibrio de fuerzas, pero hay un punto de inflexión cuando David interioriza la situación del artista y se observa a sí mismo en una aproximación lenta pero inevitable hacia él.

Ese juego psicológico es lo que da textura y profundidad a la trama, ahí es donde la pieza dramática adquiere densidad y se desata el conflicto. Algo que se resolverá cuando cada uno de los personajes destape su proceso emocional y acepte la radicalidad que cada cual encierra en su interior.

Algo que debiera definirse en el montaje es la presencia de la música, porque primero aparece de forma dietética, al contar con un gramófono en escena, que funciona y suena,  pero luego se recurre a una banda sonora convencional, en off ambiental. También la luminotecnia requeriría cierta precisión y algunos matices.

Al margen de estos detalles, la conclusión de la pieza es clara: la intolerancia tiene mal futuro y la escena final lo confirma cuando, aunque sea de forma cómica, no exenta de simbolismo, los papeles iniciales de Diego y David aparecen invertidos para explicitar la relatividad de todos los dogmas.

EL NOMBRE

Típica comedia francesa, de Matthieu Delaporte y Alexandre de la Patellière, la ofrecida en el Teatro del Mercado el pasado fin de semana, en adaptación y dirección de Daniel Veronese. Una cena familiar a la que también acude un amigo íntimo, va a destapar toda una serie de disensiones y enfrentamientos entre los presentes. El amigo común será quien finalmente desate la gran controversia.

La obra está diseñada como un tobogán, con alternativas que se suceden y se contraponen destapando en cada giro el sustrato de la comunicación, en buena parte convencional y hasta hipócrita, que se ha mantenido entre los tres hombres, Vicente, Pedro y Claudio, amigos de la infancia, y entre las dos mujeres, Ana y Elisa, la última hermana de Vicente y esposa de Pedro.

El anuncio de la llegada de un bebé, hijo de Ana y Vicente, y la elección de su nombre es el primer conflicto planteado entre bromas y veras, para ir sucediéndose otros varios que el tiempo había encubierto, pero que laten en el sustrato de cada cual. Hay una figura importante fuera de escena, solo con presencia telefónica: la madre de Elisa y Vicente, que juega como nexo de unión entre las diversas partes.

Los conflictos van destapándose de forma sucesiva, se superponen, se contraponen y revierten sobre los protagonistas que desarrollan una actuación verosímil, a veces un tanto estereotipada. Los elementos previsibles son la clave de la faceta cómica de esta reunión, que trata temas de mayor enjundia, como la imagen propia y el juicio de los demás, el significado simbólico de ciertos nombres, el derecho a la intimidad y la crítica de los usos sociales, como cuando se descubre la relación de pareja entre una señora mayor y un hombre relativamente joven.

Hay un juego de idas y vueltas, de acusaciones y reproches, con un ritmo finamente establecido, con actuaciones bien estudiadas de los cinco actores, Gloria López, Pedro Morales, Jesús Calvo, Orencio Ortega y May Pascual, con ocurrencias oportunas que dan lustre a la comicidad en medio de la tensión que se respira.

El único escenario, un salón comedor, no requiere especiales estrategias escenográficas, ni tampoco un apoyo sonoro. El texto fluye veloz, las palabras se apoderan de los sentimientos, los gestos adquieren significado, incluso los esporádicos silencios van subrayando las flaquezas de cada uno de los participantes, que abandonan el escenario obligando a desnudarse emocionalmente a Vicente, sobre quien ha basculado toda la comedia.

A pesar de los conflictos, los autores dan a entender que la vida sigue y que han de admitirse las deficiencias de cada persona para mantener en pie la convivencia social.