Opinión

El Procés y los procesados

Cuando uno contempla, a modo de foto fija, la estampa de la Sala Segunda del Supremo, en estos primeros compases del juicio oral del Procés, se advierte la existencia de dos libretos para explicar la ópera bufa del 1 de octubre, que pudo acabar en verdadera tragedia, si no hubiera sido por la extraordinaria mediocridad moral y temor, no solo de los rebeldes, sino de los fieles o adeptos.

“Como de cien cabezas huecas no sale un sabio, de cien cobardes nunca sale una decisión valiente”, Hitler.

En efecto, el genocida austriaco, como el reloj parado, que da bien la hora dos veces al día -aunque sea por error‐, acertó en su definición. Quizá porque intimaba a diario con dicha ausencia de valor, puesto hasta las cejas de estupefacientes para continuar en su destrucción de una parte sustancial de la humanidad, en un acto de infinita miseria y de xenofobia; es decir, de cobardía.

Cuando uno contempla, a modo de foto fija, la estampa de la Sala Segunda del Supremo, en estos primeros compases del juicio oral del Procés, se advierte la existencia de dos libretos para explicar la ópera bufa del 1 de octubre, que pudo acabar en verdadera tragedia, si no hubiera sido por la extraordinaria mediocridad moral y temor, no solo de los rebeldes, sino de los fieles o adeptos -porque, a estas alturas, se me antoja excesivo tratarles como ciudadanos críticos-, que tras agolparse detrás de unas pantallas de cine para ver el show, se volvieron a su casa cabizbajos, tras vivir un minuto en una república creada en la mente del personal. Ello no significa que no hubiera violencia, que la hubo, tanto física –que se lo digan a los funcionarios judiciales que tuvieron que salir por el tejado en un registro-­‐como especialmente, intimidación, que sigue existiendo, y si no, que se lo digan a Arrimadas y compañía en tierras catalanas.

Por una parte, el Dr. Junqueras, fue a Madrid a tratar de impartir, una lección magistral de cómo dilapidar el tiempo propio y ajeno, en un ejercicio de propaganda absurda, de individuo pequeño, en todos los planos, salvo en el puramente volumétrico.

Oriol se sentó delante de Marchena y demás magistrados, a narrar, a modo de cuasi soliloquio, solo interrumpido por tenues interpelaciones de su letrado – ni siquiera eran verdaderas preguntas-­‐, que a modo de apuntador, fue dándole pie a que construyera su correlato.

Junqueras, que realmente sí cree en lo que dice – a diferencia de algunos de sus compañeros de  palestra, que abjurarían inmediatamente del dogma del lazo amarillo para expiar sus culpas y reintegrarse a la burguesía bienviviente catalana-­‐, comenzó a trazar una explicación de la realidad paralela, a caballo entre la psiquiatría y la teoría física de cuerdas. Y se creció. Más y más. La cumbre de esa escalada fue su declaración de amor a España y a su lengua. Emocionante. Místico. Solo le faltó corear un “viva España”, y estaría a la altura de la perfidia de Carmen Forcadell, antes de ser conducida a la ergástula, de manera provisional, en la que dícese que lloró lágrimas rojigualdas para acreditar su españolidad. Parece mentira que un sujeto con un ADN “más próximo al francés”, según su discriminatoria concepción genética de Cataluña, tuviera esa querencia.

En todo caso, la defensa de Oriol, fue la esperable del ideólogo principal del asunto. Renunció a debatir hechos, centrándose en la construcción artificial de un relato que dé cobertura a una serie de delitos ejecutados en un plan preconcebido, orquestado y desarrollado hasta sus consecuencias más directas –por suerte, no hasta el fin de los fines-­‐. Diferenciar entre actos preparatorios, ejecutivos, consumación y agotamiento de la conducta delictiva sólo compete a la Sala. Junqueras aprovechó el juicio para largar una conferencia con retransmisión en directo, teniendo como público a un conjunto de sujetos con toga – para él, magistrados de un país al que ama, pero al que él no pertenece, -aunque su DNI se empecine en contradecirlo-­y a los televidentes. No entró al meollo, no porque no le interese salir mejor parado que con una condena a 25 años de cárcel, sino porque hacerlo supondría entrar en materia, y ahí, no hay una explicación adecuada para justificar sus actos distinta de un derecho de “autodeterminación” totalmente prostituido, abusado y corrompido, al servicio de sus espurios intereses. Lo fio todo a Estrasburgo y a TV3. Mal farol.

El contraste, fue la declaración de Forn. Mientras que el teórico amante de España –solo cuando ante los jueces se halla-­‐, versaba a la Sala, desde su desenfocada visión de la realidad –no va con segundas-­‐, cuan próspero sería el entendimiento al margen de esas minucias que llamamos leyes y Constitución; el alfil de esta partida, Forn, ligado a la realidad, hizo buena aquella magnífica sentencia de Hobbes: primum vivere deinde philosophari. No pensó en la “revolución de las butifarras”, sino en la necesidad de salvar, en lo posible, su propia existencia, de una vida ligada a un módulo penitenciario. En ese sentido, frente a la construcción del mundo paralelo de Junqueras, Forn se afanó –con alguna ventura y bastantes reveses-­‐ en una deconstrucción del correlato acusatorio, que es, dicho sea, lo más inteligente, a mi modo de ver.

La confianza excesiva del Doctor en la “justicia” internacional –le queda muy grande al Tribunal de Estrasburgo tal apelativo-­‐, y sobre todo, en la excelente propaganda realizada por la Generalitat y pagada por las víctimas, es decir, por cada ciudadano español con sus impuestos, le llevó a despreciar al Supremo, hasta el límite de negarse a defender sus actos penalmente relevantes, para, insisto, convertir su intervención en un monólogo.

Precisamente, la estrategia me recuerda fervorosamente a la seguida por infame genocida con el que comencé este artículo, cuando dedicó todos sus esfuerzos, en el juicio por el golpe de estado (Putsch) de Múnich, que inició sus sesiones el 26 de Febrero de 1924, hace casi 100 años, a servirse del mismo como el escaparate perfecto para sus alocuciones. Él nunca negó el golpe, sino que construyó un correlato alternativo, una propaganda que le granjeó la clemencia del Tribunal e incluso le situó entre la opinión pública tedesca, que le ninguneaba. Junqueras sabe más de Historia que yo, sin duda. Ahora bien, en la estrategia defensiva, creo que se equivocó. No estamos en la Baviera de principios del siglo XX, aun cuando Alemania haya permitido la felonía de Puigdemont, incomprensiblemente, sepultando la cooperación judicial europea. Veremos qué sucede.