Opinión

Diálogo con los artesanos sefardíes de las montañas de la alta Galilea

A veces echo algo de menos en Jaca, echo de menos espiritualidad, echo de más demasiado cambio. Tanto ella como Sabiñánigo, la propia Aínsa, Benás, la Seu d’Urgell, Sangüesa o incluso poblaciones menores a las que no voy a poner nombre pero de todos conocidas, son un mini compendio de las leyes del suelo españolas, tienen una trama urbanística similar. Pasas a Francia y descansas de tanta ocupación uniforme del espacio, cada núcleo adaptado todavía con encanto a su propio relieve físico.

A veces echo algo de menos en Jaca, echo de menos espiritualidad, echo de más demasiado cambio. Tanto ella como Sabiñánigo, la propia Aínsa, Benás, la Seu d’Urgell, Sangüesa o incluso poblaciones menores a las que no voy a poner nombre pero de todos conocidas, son un mini compendio de las leyes del suelo españolas, tienen una trama urbanística similar. Pasas a Francia y descansas de tanta ocupación uniforme del espacio, cada núcleo adaptado todavía con encanto a su propio relieve físico.

Todas estas ciudades e incluso pueblos de 200 habitantes han abandonado por complicada la gestión de sus cascos urbanos, que si alquileres de renta antigua, que si propiedades compartidas por emigrantes, que si tejados de 400 m2 caros de rehabilitar.

Con una excepción: el de Sabiñánigo como nueva creación racionalista cuyo núcleo parece más una Tel Aviv de la montaña, una ciudad fosforero-ferroviaria, un innegable engendro para bien a partir de un cruce de caminos.

Pero el resto de ciudades, como las más grandes pero en que se nota menos por mayor posibilidad de acción presupuestaria, padecen sus cascos históricos, los tienen abandonados por complejos excepto en algunos puntos como el que representa el proyecto de plaza Mayor de Jaca, que correctamente se podría denominar Plaza de la Franquicia.

Ese mal de muchos pirenáico y de cualquier capital comarcal, pensemos en Monzón, Barbastro o Calatayud… conlleva un defecto de relación con la historia. La generación de la postguerra ha marcado un gusto por renovar, por machacar adobes o tejados de loseta, ahora carísimos, para estar cómodos y a gusto a lo Le Corbusier incluso en Graus.

Entonces, la artesanía alimentaria que tan bien se exhibe en la Feria de Biescas, la de alfarería como en Naval o la de otro tipo, solo funciona como parque temático.

Una potente política cultural choca de bruces con esa realidad de demasiada innovación que representa que cada pueblo pueda contener diez tipos de aceras diferentes, cuando el espléndido ejemplo de la introducción del ajedrezado jaqués en la calle del Obispo debería ser una referencia universal en Jaca. O los toques de ladrillo en Monzón, o el azulete en localidades de mayoría mudéjar-judeoconversa.

El norte de Israel, Galilea, a partir de Tiberíades, Nazareth o Cafarnaúm es un potente foco de atracción religiosa que deviene paisajística. Tampoco Aragón es manco recibiendo personal por ese motivo.

Sin embargo, encontrar un pueblo como Zafed-Safad donde sefardíes de origen andaluz y aragonés restauran Torah para todo el mundo, mantienen la artesanía de aldabas, llamadores y hierros desde el siglo XIV, no solamente es un factor que se echa de menos incluso en Sos o Alquézar, decorados a su pesar, sino que se podría convertir en yacimiento de empleo en la propia ciudad de Jaca y otras con su resplandeciente historia.

Se trata de ponerla en valor de forma cotidiana, no sólo a través de recreaciones históricas.