Opinión

Sorpresas no compartimentadas

La impresión que se tiene cuando se vuelve a Zaragoza de países en vías de desarrollo es que falta pulsión urbana, que falta vida. Que cualquier calle de distrito se comporta como ciudad dormitorio tanto como puedan hacerlo Utebo o María de Huerva.

La impresión que se tiene cuando se vuelve a Zaragoza de países en vías de desarrollo es que falta pulsión urbana, que falta vida. Que cualquier calle de distrito se comporta como ciudad dormitorio tanto como puedan hacerlo Utebo o María de Huerva.

Cuestión a modular si observamos que cualquier colegio público español generalmente bilingüe, incluso los construidos en los años 60 –como el Colegio Tío Jorge del Arrabal-, formaría parte mínimamente pintado, remozado y mantenido de las instalaciones educativas privadas de élite que puedan existir en Jordania, en Sri Lanka o en Soweto. Es complicado, sin embargo, esferificarlo y deconstruirlo, utilizarlo como centro de esparcimiento y de cultura popular del barrio. Allí nuestra sociedad compartimentada lo convierte en una caja con importantes tabiques para un único uso determinado.

Más allá de las instalaciones, en todos esos lugares aparentemente por civilizarse todavía se escenifica un intento de lucha por la buena educación de los escolares y captación de valores morales de respeto a través de la poética uniformización de los mismos, principal gasto subvencionado para las familias en esos entornos. Digo poética porque el intento de que los niños vayan limpios y bien vestidos a la escuela, un empeño casi romántico, habla bien a las claras del respeto por la figura del maestro que todavía tienen o me gustaría pensar que tienen por esos lares.

En Zaragoza, ciudad perfecta para pasear y sentir por dimensión, con gotas de refinada cultura urbana, los niños desaparecidos de las calles tienen un universo de formación y ociocotidiano y festivo del que formar involuntaria y nunca elegida parte.

Obviamente, hay una industria detrás. Una compartimentación por motivos económicos y de necesidad de no ser expulsados del mercado de trabajo de sus padres o familias, incluso monoparentales en absoluto escasas, que es muy bien aprovechada para celebrar cumpleaños, ser sometidos a animaciones infantiles con los watios como protagonistas o poder correr a su no libre albedrío sino acotados en calles con terrazas o grandes centros comerciales.

Ello amplía las diferencias sociales –aunque son morales- entre quienes se lo puedan permitir o no. Y las únicas gotas de cultura de calle que reciban lo serán provenientes de la forma de vivir de sus abuelos, los que todavía hagan vida de barrio manteniendo unos comercios de proximidad amenazados por esta compartimentación. Por vivencias que únicamente llevan camino de ser de  globalización de proximidad. En que no se pueda distinguir a los niños porque la capacidad de consumo mínima, la detentación de móvil y la banda ancha en casa, la tendrán que tener todos so pena de apartheid.

Al mismo tiempo, tenemos una postural eclosión de cultura vintage que se ha enseñoreado del espacio Las Armas y muchos otros, también los clubes de senderismo o los mercados de frutas y hortalizas de kilómetro 0 indican otras rutas por las que transitar. Pero a partir de los 25 o 30 años.

Pero vayamos con los pequeños y distintos detalles, con la excepción que confirma la regla. Y yo me detengo especialmente en dos, aquella que aproxima a un niño escolar de Zaragoza, que es en un alto tanto por cierto africano o americano, con uno de Medellín: son los preciosos huertos de los colegios públicos y los espacios-solar donde jugar en la calle y también alimentarse. Puesto que en el segundo caso y en gran parte, fuera del espacio escolar, los niños que los ocupan como único espacio de ocio y los disfrutan, son hijos de inmigrantes.

Esos espacios trampantojo como lo son también los ocupados por el arte urbano con mayúsculas, que redime y devuelve al uso una pared que a nadie importa.

Tras las abundantes lluvias de marzo, los huertos de los colegios zaragozanos que nutren sus comedores escolares, engalanados con arriates y depósitos de utensilios preciosamente policromados, representan esa conexión con la vida, esa necesaria participación y cuidado por la alimentación de que disfrutan y deben conocer y apreciar incluso los más necesitados. Los habitantes de nuestras Gaza y Dakar interiores, atrincherados habitación por habitación sin poder jugar en la calle con seguridad ni poder pagar ocio programado alguno.