Opinión

La primera piedra

La contaminación que nos rodea por todas partes es algo de lo que nadie duda. Este lamentable fenómeno se desglosa en varios niveles. Uno de ellos, cada vez más extendido, se refiere a la contaminación mental. Tal vez contribuye a su incremento la contaminación física ambiental, porque ya desde antiguo se sabe que en el ser humano opera la unidad entre cuerpo y mente.

La contaminación que nos rodea por todas partes es algo de lo que nadie duda. Este lamentable fenómeno se desglosa en varios niveles. Uno de ellos, cada vez más extendido, se refiere a la contaminación mental. Tal vez contribuye a su incremento la contaminación física ambiental, porque ya desde antiguo se sabe que en el ser humano opera la unidad entre cuerpo y mente.

Tratando de la contaminación mental, podemos aludir sin ningún escrúpulo a la corrupción. Ha existido siempre, existe y existirá en la vida pública y en la privada. El desarrollo informativo del tiempo presente nos da a conocer infinidad de casos, todos lamentables y vergonzosos porque afectan a personas cuyo oficio debiera ser el bien común. Está claro que aludo a los políticos y a las grandes empresas financieras. ¿Cuántas actuaciones legales, aprobadas por los primeros en beneficio de las segundas, son inmorales?

En ambas esferas, pública y privada, aparecen sucesivamente enredos y complicaciones que van saliendo a la luz merced al trabajo denodado de algunos periodistas de investigación, aunque en otros casos se trata de simples venganzas de sujetos que no alcanzaron sus expectativas dentro de la maraña corrupta a la que pertenecían. Resulta ocioso citar nombres y casos que están al alcance de cualquier persona interesada por la cuestión. Esa es la parcela social, colectiva y mediática a que la mayoría nos referimos al tratar de la corrupción. Que hay que perseguir y castigar, porque los humanos reaccionamos mejor al palo que a la reflexión consciente.

Pero hay un enfoque filosófico que explica, aunque no justifica, este fenómeno. Toda la naturaleza, incluida nuestra especie, se halla en un proceso de corrupción. Se corrompen los organismos por la propia dinámica de su desarrollo. Si ya los filósofos, con Heidegger a la cabeza, proclamaron que el hombre es un ser para la muerte, queda claro que desde que nacemos iniciamos un proceso de corrupción orgánica que concluirá con la desaparición de nuestra entidad corporal. Y lo mismo ocurre con las plantas, las construcciones (baste recordar la aluminosis de los edificios), la oxidación de los metales y demás deterioros de la llamada naturaleza inanimada, que no lo es tal. Se corrompen las rocas al desintegrarse, aunque sea en un proceso lento, solo observable a largo plazo.

Todas estas consideraciones quieren desembocar en algo más concreto: la corrupción personal de la que todos somos sujetos activos. Si nos examinamos a fondo, podemos hallar en nuestra vida momentos y circunstancias en los que hemos practicado la corrupción, tal vez en grado menor cuantitativamente hablando, pero no menos culpable cualitativamente considerada. ¿Quién no ha pagado una cuenta sin IVA? ¿Quién no ha utilizado el teléfono de su trabajo para una llamada particular? ¿Quién no ha dedicado tiempo laboral a asuntos propios no autorizados? ¿Quién no ha falseado una declaración de la renta si ha estado en su mano? ¿Quién no ha cobrado en negro si le ha sido posible? ¿Quién no ha mentido alguna vez? Hay muchas más preguntas de este tenor.

Alguien dirá que no son cosas graves, que no sea tan estricto. De acuerdo. Pero la corrupción es censurable a todos los niveles, y solemos ver fácilmente la paja en el ojo ajeno, aunque sea tremenda, tipo viga. Termino recordando lo que dijo un hombre sabio: quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra.