Opinión

La violencia machista y el peligro de la generalización

Me permito en este medio hacer una reflexión, en voz alta, sobre los desbarres que en los últimos días he tenido ocasión de leer en el ámbito del concepto de “violencia machista”, a propósito del terrible homicidio (posible asesinato, veremos) de la joven Diana Quer. Más allá de la necesaria condena ante la repugnancia de todo crimen contra la vida de una persona, y contra otros elementos dignos de la máxima tutela del Ordenamiento, salta al debate una cuestión que no es principal, aunque se pretenda vestir como tal por el afán populista, como es la consideración de este crimen como un acto de “violencia machista” o no.

Me permito en este medio hacer una reflexión, en voz alta, sobre los desbarres que en los últimos días he tenido ocasión de leer en el ámbito del concepto de “violencia machista”, a propósito del terrible homicidio (posible asesinato, veremos) de la joven Diana Quer. Más allá de la necesaria condena ante la repugnancia de todo crimen contra la vida de una persona, y contra otros elementos dignos de la máxima tutela del Ordenamiento, salta al debate una cuestión que no es principal, aunque se pretenda vestir como tal por el afán populista, como es la consideración de este crimen como un acto de “violencia machista” o no.

Pareciera, a ojos de no poca gente –lamentablemente, algunos de ellos, titulados en Derecho, lo que es grave- que el hecho de la muerte de Diana poseería un significado distinto, más grave, si fuera adjetivado con el término “machista”. O de otra forma, que su “no inclusión” en una lista anual de terribles feminicidios por esta lacra, es una suerte de desdoro a su honor o a su fatal final. Nada más lejos de la realidad.

La violencia “machista”, llamada también de género o sobre la mujer (vean la cantidad de expresiones que se han acuñado, y que no han acabado con el problema, por muchas mutaciones terminológicas), exige, según nuestra vigente Ley Orgánica 1/2004 una relación de afectividad, actual o pretérita, entre víctima y autor, o en ser hijos o menores dependientes de la víctima. Es precisamente en ese contexto, donde la especial vinculación entre los sujetos activo y pasivo del delito, entre el que agrede y la que es agredida, cobra una significación de un calado distinto a cualquier otro acto de violencia que, siempre y sin excepción, es y debe ser censurado penalmente. 

Ahora bien, pretender ahora extender ese concepto para englobar a supuestos como el de Diana Quer, como el de Laura del Hoyo a manos de Sergio Morate en Cuenca, o a otros semejantes, por el mero hecho de que el autor sea un varón y la mujer una víctima, sin necesidad de que exista relación afectiva alguna o ningún nexo previo, y máxime con efecto retroactivo es, en el plano técnico, una absoluta tropelía. Lo diga quien lo diga, y desde la institución que se haga. 

En primer lugar, porque con ello, no se produce ningún beneficio para la víctima singularmente relevante, y aquellos que se dispensan sus familiares por ministerio de la ley, se podrían, sin necesidad de forzar conceptos de manera irracional, ampliar a otros supuestos, por una nueva disposición normativa, sin tanto bombo y sin extrapolaciones inverosímiles.

Por otra parte, lo grave, y muy relevante, es que se puede incurrir, en esa generalización, en absolutos absurdos e inconsecuencias jurídicas varias. Por ejemplo, si siempre que una mujer sea víctima de cualquier forma de violencia por parte de un varón, ello implica un acto de “violencia machista” (a los efectos de la Ley Orgánica referida y su protección penal, y su régimen procesal singular), una bofetada a una agente femenina de la Guardia Civil, en una manifestación, debería ser considerado, por esas mentes preclaras que defienden estos postulados, como una suerte de“atentado machista”, digno de un reproche diverso al ordinario, y de instruirse por el Juzgado de Violencia sobre la Mujer. Porque, si hacemos una diferenciación será para dar un tratamiento jurídico diverso, ¿o no? Las disquisiciones sin efecto alguno son inútiles y no aprovechan más que a la confusión.

Por ello, para quienes opten por este galimatías, lo lógico sería, entiendo, bien crear tipos cualificados cuando la víctima de violencia sea mujer, por el mero hecho de serlo (lo que es, a priori, contrario al art. 14 de la Constitución); o bien, hacer una mala interpretación de la circunstancia agravante del art. 22.4 del Código Penal, aplicándola a todo acto contra la mujer de cariz violento ejercido por un hombre, lo que sería contrario al principio de legalidad penal, ya que ese precepto exige la motivación discriminatoria; es decir, que se le mate o agreda por ser mujer y no por otra razón. En suma, callejones sin salida intectual y jurídica.

El relativismo trae consigo terribles consecuencias, y el populismo en el Derecho penal, más aún. Lo cierto es que debería llevar a la profunda reflexión de las autoridades competentes cómo las medidas adoptadas en el campo de violencia sobre la mujer no están fructificando ni en un radical detrimento del número de víctimas mortales, ni de agresiones ni de denuncias y procesos. Es decir: no se está dando con la clave. Plantear como solución ampliar el concepto no sólo pervierte el mismo, sino que va a desnudar de salvaguardia los supuestos genuinos de violencia sobre la mujer, en el ámbito que está establecido por la Ley hasta la fecha, para expandirla a los límites del absurdo. Como en la Medicina, debemos buscar cada día medicamentos más específicos, no acudir al “amplio espectro” como panacea.

El crimen de Diana no necesita el adjetivo machista (en el plano jurídico de esa clase de violencia) para ser abyecto, condenable y censurable de todo punto. Estos impulsos de fragor normativo a la luz de un crimen, son y serán siempre, un ejercicio de irresponsabilidad y demagogia que, cuando alcanza a los poderes del Estado, tiene catastróficas consecuencias, en forma de modificaciones legislativas y aplicaciones e interpretaciones que, en vez de pensarse, se sangran y sienten, que nacen del estómago y no del cerebro.