Opinión

Tiempo de exámenes

Los exámenes vienen en tiempo de cerezas, en racimos y todos a la vez. El atracón de exámenes en junio certifica el fracaso de uno de los conceptos más manoseados en la pedagogía: la evaluación continua.

Los exámenes vienen en tiempo de cerezas, en racimos y todos a la vez. El atracón de exámenes en junio certifica el fracaso de uno de los conceptos más manoseados en la pedagogía: la evaluación continua.

Hay excepciones, por supuesto, pero la mayor parte de los alumnos actuales se siguen examinando más o menos como lo hacían sus padres. Tienen que empollar lecciones, se aprendan o no, para pasar la tercera evaluación, la suficiencia o el último parcial. 

Algunos profesores, duros de roer, andan ufanos suspendiendo a más de las tres cuartas partes de clase sin caer en la cuenta de que se suspenden a ellos mismos. Ciertos centros presumen de “nivel” de exigencia aunque a la hora de la selectividad hinchan las notas con descarado fariseísmo. Se mantiene la división entre unas asignaturas “marías” y otras consideradas “importantes” que suelen ser potro de tortura para la inmensa mayoría del alumnado.

Esa visión esperpéntica de los exámenes tradicionales no tiene apenas base científica pero viene avalada por años y años de rutina pedagógica. Cada prueba responde fundamentalmente a las características del examinador-juez, lo que permite la arbitrariedad y abona el minifundismo en la enseñanza. En demasiadas ocasiones se parte de prejuicios, como han puesto de manifiesto muchos expertos, entre ellos Pieron con su “docimología” hace ya varias décadas; en una prueba tradicional, para conseguir una calificación “verdadera” se necesitarían quince o veinte correcciones independientes.

El actual sistema ha hecho posible la instalación del profesor en una situación falsa, en la que se siente con autoridad y poder en virtud de su facultad para emitir un juicio sobre sus alumnos. Parte del profesorado se resiste a perder una de las últimas “armas” con la que puede defenderse, hasta cierto punto, de la presión que se vive en las aulas. La administración educativa se conforma con recoger buenas intenciones en el boletín oficial dejando después que siga lo de siempre y sin hacer casi nada por dotar al profesorado de otros recursos más efectivos que el de poner notas.

Los exámenes solo miden conocimientos y, como mucho, aptitudes personales, pero se olvidan de muchos otros factores que inciden en el desarrollo del alumno. Aun así no estoy en contra de los exámenes, ni siquiera de los tradicionales que todos hemos sufrido. Pueden tener sentido en ciertas ocasiones, pero no pueden ser la única “vara de medir” el progreso de un alumno y, menos, en la enseñanza obligatoria. La evaluación educativa es mucho más.

Seguramente los exámenes que conocemos no desaparezcan nunca. O no de forma rápida. Pero mejorarían sustancialmente si el equipo docente estableciese criterios de evaluación para todo el departamento, se fijasen los mínimos exigibles y se expusiesen públicamente a comienzo de curso para que el alumno y su familia supieran de antemano de qué le van a examinar y los requisitos para aprobar. Y, por supuesto, se mitigarían los sobresaltos de junio si cada profesor conociese más a cada uno de sus alumnos y llevase un registro por-menorizado de su aprendizaje a lo largo del curso. Es decir, si hubiese, de verdad, evaluación continua y no solo exámenes.