Opinión

Educar en deberes

El que se atreva a leer este breve artículo quizás no vea muy claro el porqué del título que lo encabeza. Y es que estamos tan acostumbrados a los tópicos que, cuando nos salimos de la senda de la rutina y de lo que está de moda, se nos antoja una aventura ilusoria y condenada al fracaso. Sin embargo, no debería ser así por muchos motivos.

El que se atreva a leer este breve artículo quizás no vea muy claro el porqué del título que lo encabeza. Y es que estamos tan acostumbrados a los tópicos que, cuando nos salimos de la senda de la rutina y de lo que está de moda, se nos antoja una aventura ilusoria y condenada al fracaso. Sin embargo, no debería ser así por muchos motivos. Uno de ellos es la educación que el niño, desde sus primeros años de vida, recibe en el seno familiar; otro, la formación como persona que paralelamente recibe en el centro de enseñanza al que acude diez meses al año, y el tercero, el entorno social en el que se desenvuelven tanto el niño como el joven e incluso el adulto  en el mundo laboral o en el ámbito del ocio o la convivencia.

Estamos tan acostumbrados a la propuestas pedagógicas de una educación en valores, que se nos olvida que la jerarquía de lo que podemos considerar escala de valores puede variar y girar como un tiovivo a gusto de los progenitores, de los educadores e incluso de los que están comprometidos en una u otra labor social. Porque es muy fácil hablar de libertad, de igualdad, de justicia, de solidaridad e incluso de responsabilidad, pero somos más reticentes a la hora de hablar de respeto, obediencia, esfuerzo, sacrificio, generosidad o altruismo. La reflexión que podemos hacernos es evidente: ¿conocen este vocabulario nuestros hijos o hijas? ¿Transmitimos estas ideas al alumnado que pasa año tras año por nuestras aulas? ¿Les hacemos reflexionar sobre la importancia de los deberes – no de los deberes escolares – en su rutina cotidiana? Las respuestas podrían ser muy diversas e incluso contradictorias. Pero lo que está claro es que, ya desde su más tierna infancia, los niños y las niñas aprenden y e intentan poner en práctica sus derechos ante todo y contra todos.

Los que estamos tratando día tras día con adolescentes nos damos cuenta de que exigen a los mayores – y a la vida en general – mucho más de lo que ellos o ellas aportan. Reclaman en voz alta o con su comportamiento todos los derechos del mundo y eluden cualquier pauta que les recuerde lo que deberían hacer no sólo por su propio bien sino por el bien de los que les rodean. De este modo, piden toda la libertad del mundo para enriquecer su personalidad y dejan de lado la palabra responsabilidad. Se inclinan por la ley del mínimo esfuerzo y no quieren saber nada de lo que suene a sacrificio o  a acción desinteresada. Valoran únicamente lo que poseen y aspiran a un materialismo que han mamado desde sus primeros años en el entorno capitalista que cada día nos asfixia más. Por eso, cuando se les exige algo costoso, difícil o fuera de lo común, miran hacia otro lado y lo valoran como una costumbre propia de otros tiempos. Pero lo que está claro es que, si asociáramos a cada derecho un deber, hallaríamos un equilibrio que fomentaría la madurez de los niños y adolescentes como personas. Y, además, sus actitudes serían más coherentes y más acordes con el mundo que les va a tocar vivir en un futuro. De lo contrario, un deber les parecerá una imposición absurda y una obligación, una carga pesada que en modo alguno serán capaces de asumir.