Opinión

La Zaragoza de "Patria"

Acabo de releer "Patria", la novela de Fernando Aramburu sobre el efecto destructivo que ETA tiene en la relación de dos familias cuyos padres e hijos habían vivido años de profunda amistad. Varios capítulos de la historia se sitúan en Zaragoza, donde estudia Nerea, la hija del Txato, el empresario de transportes al que un comando etarra asesina por no pagar el impuesto revolucionario. En otros momentos, aparecen también Jaca y Calamocha, esta localidad tras un accidente de coche de Miren y Jotxean, los padres del etarra preso al que han ido a visitar a la prisión de Picassent, en Valencia.

Acabo de releer "Patria", la novela de Fernando Aramburu sobre el efecto destructivo que ETA tiene en la relación de dos familias cuyos padres e hijos habían vivido años de profunda amistad. Varios capítulos de la historia se sitúan en Zaragoza, donde estudia Nerea, la hija del Txato, el empresario de transportes al que un comando etarra asesina por no pagar el impuesto revolucionario. En otros momentos, aparecen también Jaca y Calamocha, esta localidad tras un accidente de coche de Miren y Jotxean, los padres del etarra preso al que han ido a visitar a la prisión de Picassent, en Valencia.

Siempre me produce una sensación extraña leer dentro de una estructura de ficción, eso es una novela, los lugares y la gente de la ciudad en la que vivo. Aún recuerdo la sensación de fría distancia que me produjo asistir como lector de "La buena reputación", la novela por la que Martínez de Pisón ganó el Premio Nacional de Narrativa en 2015, al incendio del Hotel Corona (julio, 1979), un hecho de causas todavía no aclaradas que conmocionó a la ciudad, a mí también, claro (murieron 83 personas).

La Zaragoza de "Patria" transita por esos mismos años en los que ETA tenía amplia cobertura en Zaragoza por los muchos estudiantes vascos matriculados en la Universidad. Nerea es una de ellos. Vive en Las Delicias, es apolítica (prefiere disfrutar sus años universitarios) y reduce su vida a las calles que rodean el campus de la plaza San Francisco, porque ella está acabando Derecho. Ése es el ambiente que, entre los tópicos de ciudad acogedora y tranquila, recoge Aramburu en su novela, incluso cuando explora otras caras de aquella Zaragoza, como una fiesta de estudiantes en la Facultad de Veterinaria (famosísimas a final de los setenta e inicio de los ochenta) o su paseo nocturno hasta el Barrio de San José.

Sobre ese fondo de despreocupación y banalidad, la vida de Nerea queda sacudida por la noticia de que ETA ha asesinado a su padre, hecho que conoce a través de la televisión mientras está de copas en un pub de la zona universitaria. Paradójicamente, meses antes, su padre y su hermano habían tenido que escuchar que les llamaran vascos asesinos mientras asistían en La Romareda a un Zaragoza-Real Sociedad que perdieron uno a cero –el gol lo habría marcado el portero, algo que solo logró Chilavert de penalti en la temporada 89-90 en un partido que acabó dos a uno–.

Aunque no coincidan las fechas con los hechos ficcionados o estos solo se ajusten parcialmente a lo que era entonces Zaragoza –al fin y al cabo, nacen del edulcorado recuerdo que esos años universitarios dejaron a Aramburu, estudiante de Filología Hispánica en el campus de San Francisco–, es lógico preguntarse también sobre la huella que ETA ha dejado en Zaragoza, en los zaragozanos. Sobre todo, porque en ese tiempo de la lucha armada que recoge la novela Zaragoza sufrió algunas de las acciones más terribles de la banda terrorista, los 50 kilos de amonal contra un autobús militar que se dirigía a la AGM frente a la iglesia de San Juan de los Panetes (30 de enero de 1987) y los 250 kilos a las puertas de la casa-cuartel de la Guardia Civil en la avenida de Cataluña (11 de diciembre de 1987).

Incluso en octubre de 1991 el azar frustró otro atentado por la misma zona de Delicias en la que vivía Nerea, cuando un zaragozano vio sorprendido un coche con la misma matrícula que el suyo y avisó a la policía. Los etarras del comando, Idoia López Riaño (La Tigresa) y Jesús Narváez Goñi, tuvieron que abandonar el coche, tras aparcarlo en la calle Lastanosa con 35 kilos de amonal y 20 de tornillería en el maletero.

Sin sostener ninguna tesis explícita, el relato de Aramburu deja caer en repetidas ocasiones (por boca de Miren, la madre del terrorista, sobre todo) que todos han sido igualmente víctimas del fenómeno etarra, los verdugos y los asesinados. La Zaragoza de hoy sigue siendo una ciudad tranquila y acogedora, en la que estudian bastantes jóvenes universitarios vascos –menos que entonces, desde luego–, pero en cuyas calles quedan aún vivas algunas huellas de aquel terrorismo. Quienes quieren mirar a un futuro en paz, hecho sobre el acuerdo y no sobre el olvido, deben tener claro que ese proceso no debe circunscribirse al País Vasco: sin quitarle valor a la simbólica reconciliación entre vascos que representa el cruce de miradas final entre Bittori, la viuda del Txato, y Miren, la madre del etarra arrepentido Joxe Mari, algunas ciudades como Zaragoza y muchas familias españolas necesitan cerrar bien esa etapa de sangre.