Opinión

Libertad vigilada

Vivimos en una sociedad que progresivamente avanza hacia el control exhaustivo de los individuos. La situación tiene sus beneficios y sus perjuicios. Vamos a considerarlos. El concepto de libertad vigilada alude a las circunstancias que envuelven a un presunto delincuente por decisión judicial. Es una medida de seguridad que no priva de autonomía de movimientos al interesado, mientras que la libertad condicional tiene lugar cuando a un condenado que está cumpliendo una pena de prisión, se le adelanta la excarcelación, con la condición de que no vuelva a delinquir.

Vivimos en una sociedad que progresivamente avanza hacia el control exhaustivo de los individuos. La situación tiene sus beneficios y sus perjuicios. Vamos a considerarlos.

El concepto de libertad vigilada alude a las circunstancias que envuelven a un presunto delincuente por decisión judicial. Es una medida de seguridad que no priva de autonomía de movimientos al interesado, mientras que la libertad condicional tiene lugar cuando a un condenado que está cumpliendo una pena de prisión, se le adelanta la excarcelación, con la condición de que no vuelva a delinquir.

Los requisitos para conceder la libertad vigilada están reflejados en el artículo 106 del Código Penal, y se resumen diciendo que el afectado tiene la obligación de estar siempre localizable mediante aparatos electrónicos que permitan su seguimiento permanente. Hasta aquí la ley, porque nos topamos ahora con el quid de la cuestión.

Sin entrar en el alambicado territorio judicial, el concepto de libertad vigilada se está aplicando paulatinamente a buena parte de la sociedad, sin que ello tenga connotaciones delictivas por parte de los encausados. Hablábamos al comienzo de beneficios y perjuicios. Los primeros pueden redundar en una mayor seguridad de la gente de bien, en un control más operativo de la delincuencia grave o leve y en otra serie de circunstancias que favorecen la convivencia.

Pero hay también perjuicios. La proliferación de cámaras de vigilancia en la vía pública, en los establecimientos comerciales y de ocio, en los centros educativos o de convivencia social, en los lugares de trabajo, en las comunidades vecinales e incluso en los domicilios particulares (se entiende que con permiso de los propietarios) condiciona cada vez más nuestras vidas y limita nuestra privacidad. Por si fuera poco, las cada vez más amplias y perspicaces redes sociales, los aparatos electrónicos que utilizamos –desde el teléfono más simple al ordenador más sofisticado, pasando por la tecnología de la imagen– y la electronificación general de nuestras vidas, sobre todo en el ámbito urbano, están amenazando la libertad individual, induciéndonos a la sospecha de estar constantemente vigilados, de modo que nos es arrebatada la espontaneidad de acción e incluso la capacidad de libre manifestación. En cualquier momento alguien puede esgrimir contra nosotros una fotografía obtenida maliciosamente, un video tomado sin autorización, una conversación grabada a nuestras espaldas…

El tiempo de los teléfonos ocultos utilizados por los espías clásicos es ya cosa de risa. Ahora nos observan y nos escuchan desde el firmamento, utilizando drones, artilugios voladores y hasta satélites. Las calles y los parques urbanos son paseos electrónicos. Detrás de cada esquina puede haber un paparazzo, sin que seamos obligatoriamente estrellas del firmamento artístico ni sujetos teñidos de glamour. Todos estamos fichados, más allá del DNI, del correo electrónico o de los registros bancarios. Para muchas gestiones administrativas se exige al ciudadano estar en posesión de un teléfono móvil. Y así sucesivamente.

Nada escapa ya al insaciable ojo y a la insondable oreja del Gran Hermano.