Opinión

Apostar juiciosamente por la sobriedad

Hace poco saltó a la arena mediática una noticia que me hizo recapacitar acerca del uso correcto del dinero o de su caprichoso arbitrio, generándome una cierta preocupación. Aquella decía que el año pasado, según la memoria de juegos de azar, los aragoneses se gastaron 340 millones de euros solamente en lotería primitiva, bingo y lotería nacional. Es evidente que la inmensa mayoría de los jugadores no alcanzan el premio, pero aún así, el ansia de jugar perdura. Ya lo dice el refrán: "Jugar por necesidad, perder por obligación".

Hace poco saltó a la arena mediática una noticia que me hizo recapacitar acerca del uso correcto del dinero o de su caprichoso arbitrio, generándome una cierta preocupación. Aquella decía que el año pasado, según la memoria de juegos de azar, los aragoneses se gastaron 340 millones de euros solamente en la Primitiva, bingos y Lotería Nacional. Es evidente que la inmensa mayoría de los jugadores no alcanzan el premio, pero aún así, el ansia de jugar perdura. Ya lo dice el refrán: "Jugar por necesidad, perder por obligación".

A pesar de que actualmente el juego está regulado, no podemos dejar de pensar en los efectos nocivos que puede ocasionar. No todas las personas se comportan de igual manera frente a situaciones amparadas por el azar, máxime cuando hay “pastizal” de por medio. Es claro que con el dinero propio cada cual hace y deshace a su conveniencia, faltaría más, pero dada la pingüe suma reseñada, me gustaría apelar a una ponderada reflexión.

Desde el ángulo de la angustiosa coyuntura económica y social en la que estamos todos inmersos de alguna u otra forma, gastar tal ingente cantidad de dinero en el juego no es quizá lo más sensato, amén de las exiguas probabilidades de obtener el codiciado laurel. Frente al goloso señuelo que genera la expectativa de acaudalar fortuna, se suele obviar el alto riesgo de perder (a la larga se pierde siempre) y la ruina que puede ocasionar gastar compulsivamente con el afán de recuperar lo perdido. Más que ocasionar placidez y divertimento, ordinariamente causa un amargo sinsabor.

Además de poder provocar ludopatías y dependencias, la ambición por el juego también puede causar estragos colaterales: ámbito familiar, relaciones afectivas, situaciones laborales truncadas, y un largo etcétera de trágicos efectos que darían pié para escribir una “tribuna” redactada por especialistas en la materia. Aún sin llegar a alcanzar ese infausto estado, lo que habitualmente menoscaba el juego es el bolsillo del jugador, pues la fortuna corrientemente se hace de rogar a costa del despilfarro.

No obstante, existen alternativas a este consumo azarístico donde el dinero podría destinarse directamente a proyectos solidarios que, aunque no enriquezcan pecuniariamente nuestro privativo erario, sí colmarían de satisfacción los pliegues más íntimos de nuestra conciencia, soslayando con ello, según los casos, la ciega ambición por ganar. Son muchas las necesidades que nos asedian; demasiadas miserias a las que este siglo les confiere cobijo; ayudas que esperan obtener cuantiosas personas.

Esos 340 millones de euros vertidos en el azar podrían dar para mucho, empleándose en fines que estimularan más y mejor la educación, la sanidad, la vivienda social, las ayudas familiares o el apoyo a la maternidad, entre otros. Es cierto que el juego genera un ingreso tributario, eso sí, bastante menor que el gasto prodigado, pero quizá sería deseable que desde la mesura se hiciera del dinero un medio útil y no un imprudente desatino. Del buen uso o del abuso de éste depende en gran medida la supervivencia de aquellos valores inherentes sobre los que debe descansar la dignidad humana y por los que, incuestionablemente, sí merece la penar “apostar”.