Pedro Villasol: "En 54 años no me he llevado ningún susto, pero unos soldados salieron brincando"

Pedro Villasol ya está jubilado, pero ha dedicado 54 años de su vida a trabajar en el cementerio de Torrero. Allí descubrió el paredón, los restos de los Sanjurjo y puso nombre a algunos fusilados que no lo tenían. Destaca el cambio en las costumbres para enterrar a los muertos y afirma que seguirá investigando la historia del cementerio.

Zaragoza.- El historiador Víctor Manuel Lucea ha recogido en el libro “Pedro Villasol. 54 años trabajando en el cementerio de Torrero” el trabajo de este funcionario que entró siendo “ciclista” y acabó dirigiendo la oficina.

En todos esos años Villasol ha hecho descubrimientos muy importantes como el del paredón del cementerio o los restos de los represaliados de la Bandera de Sanjurjo. No sólo eso, sino que salvó los libros del cementerio poniéndoles tapas nuevas y ahora, ya jubilado desde 2012, se dedica a seguir estudiando la historia de esta infraestructura municipal.

Su gusto por el trabajo bien hecho y su curiosidad le han hecho merecedor de este libro en el que cuenta algún susto que se llevaron unos soldados en el cementerio, pero también su día a día, en el que también consiguió poner nombre a parte de los fusilados y enterrados con sólo una descripción de sus ropas.

En la historia más cercana recuerda lo desagradable de tener que enterrar y desenterrar a los soldados del Yakolev.

Villasol se alegra de que el cambio en los métodos de enterramiento hayan evitado la necesidad de seguir ampliando la instalación y apuesta por una solución global de éste para hacerla menos lúgubre y un lugar de recuerdo y meditación.

Pregunta.- Usted es de Bilbao, ¿por qué acabó en Zaragoza?
Respuesta.- Había crisis en Bilbao y mis padres me trajeron junto a mis tres hermanas. Vinimos a buscarnos la vida aquí y había trabajo en la oficina del cementerio. Al día siguiente, el 1 de julio de 1958, empecé a trabajar y ahí he estado hasta 2012.

P.- ¿Qué hacía como “ciclista” del cementerio?
R.- Me daban unos papeles en la oficina del cementerio y los bajaba al Ayuntamiento, que por entonces estaba en la plaza de Domingo Sabio, cogía otros y los volvía a subir. También llevaba comunicaciones a las familias y ayudaba allí, porque siempre me gustó hacerlo en mis ratos libres. Esto me sirvió para ir aprendiendo ese trabajo. Eso hasta que salió una plaza de escribiente, opté a ella y me la saqué.

P.- El libro destaca su curiosidad por conocer todas las labores que se realizaban en el cementerio…
R.- Yo trabajaba menos horas que la brigada. Me subía antes para ver cómo sacaban sepulturas los enterradores, cómo sacaban los nichos, cómo se hacían los traslados… el trabajo real del cementerio. Eran horas mías que aprovechaba y los compañeros me recibían muy bien cuando les acompañaba.

Una de las lápidas más admiradas por Villasol
Una de las lápidas más admiradas por Villasol

P.- Precisamente esa curiosidad le llevó a aportar mucha información en dos ocasiones: la tapia donde se fusilaba en la Guerra Civil y el descubrimiento de los restos de los represaliados de la Bandera de Sanjurjo.
R.- Fue por el año 1979, cuando el alcalde Miguel Merino recibió la petición de unos 19 pueblos navarros para poder exhumar los restos de sus familiares que pertenecían a la Bandera de Sanjurjo. No se sabía dónde estaban, pero yo conocía la existencia de las zanjas, aunque no el sitio exacto de estos. Se pidió una excavadora para trabajar y los distinguimos gracias a que sus restos salieron sin astillas de madera, al no estar enterrados en cajas. Un camión traía los cuerpos y los volcaba.

Los restos se dejaron en un cuarto y entre ellos había artículos personales como una navaja, una tibia rota y cosida con un alambre, una petaca o una cartera, que reconocieron sus familiares. No quedó duda de que eran ellos.

P.- Uno de los trabajos que destacan en su trayectoria es que consiguió poner nombre a algunos represaliados buscando documentación en los juzgados, ¿cómo lo hizo?
R.- Yo miraba en los libros del cementerio, donde cada día se inscribían los que fusilaban y metían a la zanja. En muchos ponían el nombre, pero en otros no, sólo si era hombre o mujer, quizás la edad aproximada. Si eran jóvenes y procedían de “judicial” es que eran fusilados.

Me fui a los juzgados con los procedentes permisos y pedí las actas de defunción por meses, cotejando las éstas con los enterrados sin nombre. En esas órdenes del juez de enterrar no venían nombres, aunque conseguí unos pocos. Sí que se registraban los ropajes que llevaban y algunos familiares venían después de la guerra para reconocerlos.

Pude localizar a unos cuantos, pero todos no pude, lo que es una pena.

P.- ¿Había silencio?
R.- Una vez metidos en democracia se afrontó con más decisión ese problema. Sainz de Varanda dio orden de averiguar, porque sólo venía el número de la zanja. Allí fuimos con excavadoras y los arquitectos. Vimos la longitud, cómo estaban enterrados y dedujimos a través de las inscripciones en los libros cuántos cuerpos había.

Hasta la llegada de Sainz de Varanda no hubo un monolito a los fusilados
Hasta la llegada de Sainz de Varanda no hubo un monolito a los fusilados

P.- Otro momento importante en el que ha participado es en el traslado de cuerpos al Valle de los Caídos, ¿cómo fue?
R.- Aquello fue una novedad, una gran movida en el cementerio. El gobernador de Zaragoza ordenó que se agilizara el traslado y faltaba personal, entonces contrataron a gente. Yo, que trabajaba en las oficinas, me apunté y me pagaban quince pesetas por cavar la sepultura, sacar los restos, meterlos en una caja y volver a echar la tierra dentro. Yo me sacaba una por la mañana temprano, otra por el mediodía y otra al final de la tarde. Fue un dinero que me vino de maravilla y entonces era joven, podía con todo.

P.- Además, ha participado usted en organizar grandes actos como los del Corona de Aragón o el Yak 42…
R.- Lo del Yak fue muy desagradable, porque hubo que enterrar y luego desenterrar. Cuando el Corona, lo que ocurrió es que el hecho coincidió con que el cementerio, aunque todavía no había estrenado el complejo, contaba con unas cámaras frigoríficas y unos velatorios con amplitud, donde cabían más de cien y hubo 83 muertos. Uno o dos familiares que no habían sido reconocidos, se conservaron.

Aquí no se enterró ninguno, pero se atendió muy bien gracias a que ya estaba construido, aunque no inaugurado, el complejo.

P.- ¿Qué cambio ha sido más importante para el cementerio?
R.- El cambio que más se ve es su amplitud. Se ha duplicado su extensión, pero también ha cambiado el sistema de enterramiento. En 1958, el 70% de los enterramientos eran en sepultura y el 30% en nichos, en 1980 se dejaron de hacer en tierra por nichos y a partir de ahí vino el horno incinerador y paulatinamente ha llevado a que hoy en día se incineran al 60% de los fallecidos. Eso ha permitido esquivar el problema de la necesidad de ampliar el terreno, lo que ha alargado su vida, porque tiene para muchísimos años.

P.- ¿Qué le falta al cementerio?
R.- Las instalaciones están modernizadas, lo que ocurre es que hay que pensar en el uso que darle, porque ahora se requieren otras características. Habrá que dar un uso a los cuadros de las sepulturas o realizar acciones parecidas al jardín de las cenizas, un concepto diferente del enterramiento. Todo irá variando a mejor y hay posibilidades al no existir la urgencia de las ampliaciones de terreno.

Los enterramientos en sepultura eran los mayoritarios en 1958
Los enterramientos en sepultura eran los mayoritarios en 1958

Se puede trabajar en hacer un cementerio distinto, más moderno, menos lúgubre, más dedicado al recuerdo, a la meditación o a la tranquilidad.

P.- ¿Cómo reaccionaba la gente cuando decía que trabajaba en el cementerio?
R.- No, en aquellos años se buscaba un trabajo y existía un culto mucho más exagerado a los muertos. Miedo no había, la gente subía bastante más al cementerio y ahora se va alejando y se deja para Todos los Santos.

P.- ¿Se ha llevado algún susto en el cementerio?
R.- No. Lo que sí le puedo decir es que se asustaron unos soldados, que pasaban unos días por los porches limpiando unos cuadros de guerra y pintando las sepulturas. Según venían andando por los postes se escuchó un lamento y un ¡uuuuuhh! desde un nicho y salieron brincando. Fueron a buscar a un capataz y resultó ser un anciano que quería morir y se había echado en un nicho, quedándose dormido. ¡No veas cómo roncaba!

P.- En 2012 se jubiló, ¿a qué se dedica ahora?
R.- A estudiar el cementerio pero en el archivo del Palacio de Montemuzo. Se inauguró en 1834 y había mucho que estudiar y me ayuda mucho el servicio de Urbanismo. Hemos encontrado los primeros libros de inhumaciones desde 1841 a 1844 y he podido aprender muchas cosas nuevas como que en los primeros años había 1.300 muertos al año, de los que el 75% eran párvulos. Había una gran mortalidad infantil, es increíble.

En febrero de 1867 dejó de ser de las parroquias, aunque el terreno lo había puesto el Ayuntamiento, y pasó a ser municipal. A partir de entonces sí que había libros de enterramiento.

Pienso seguir bajando al archivo del Palacio de Montemuzo, estoy estudiando y muy entretenido.