Opinión

Un mal sueño de Año Nuevo

Releyendo lecturas olvidadas he recordado que no hay actividad a la que dediquemos más tiempo y entusiasmo que a ser infelices; tan infelices que, si un dios todopoderoso hubiera querido hacer de nosotros unos seres dignos de lástima, y su propósito no fuera otro que hacernos sufrir, deberíamos felicitarnos por seguir al pie de la letra el manual de instrucciones. Para empeorar las cosas, nuestro cuerpo, al contrario que los escarabajos o las tortugas, oculta la armadura en su interior, inútilmente protegida por los tejidos blandos que componen la masa muscular y algunos órganos vitales.

Releyendo lecturas olvidadas he recordado que no hay actividad a la que dediquemos más tiempo y entusiasmo que a ser infelices; tan infelices que, si un dios todopoderoso hubiera querido hacer de nosotros unos seres dignos de lástima, y su propósito no fuera otro que hacernos sufrir, deberíamos felicitarnos por seguir al pie de la letra el manual de instrucciones. Para empeorar las cosas, nuestro cuerpo, al contrario que los escarabajos o las tortugas, oculta la armadura en su interior, inútilmente protegida por los tejidos blandos que componen la masa muscular y algunos órganos vitales. Solo el cerebro, los pulmones y el corazón rompen esta rutina, salvaguardados, el primero por un yelmo óseo, y los segundos por una endeble coraza. No hay pues motivos para el optimismo, por cuya causa y exceso somos volubles en el deber, caprichosos frente al amor, descuidados ante la verdad y propensos a la corrupción.

Quien volviera de un largo viaje y anduviera buscando un periódico para saber cómo iban las cosas a su regreso, un viajero juicioso haría como Buñuel, que cada diez años sale de la tumba para leer la prensa y regresar de puntillas a su lugar de retiro (tal vez el monte Tolocha de Calanda), convencido de que todo sigue igual.

La pasada noche de Año Nuevo soñé que tenía un encuentro con Buñuel paseando por Calanda. Suena ilusorio, pero Buñuel se me acercó en un mal sueño de Año Nuevo y el maestro me dijo, con la incuestionable autoridad que en Aragón le atribuimos, que el mundo iba a ser destruido de forma repentina e inminente. ¿Como Sodoma?, pregunté. No, me respondió, como la mujer de Lot, por  volver la vista atrás. “La sal en nuestros sueños, me dijo, es el hilo que mantiene unidas las costuras de nuestras contradicciones, eso es todo.” Y desperté.

El 18 de noviembre de 1922, mientras Buñuel vivía y estudiaba en Madrid, en París moría Marcel Proust. Ese mismo año, cuatro meses antes de contraer la neumonía que lo llevaría al retiro del padre Lachaise, donde descansan sus restos, Proust recibió una encuesta del periódico L’Intransigeant. Un científico norteamericano, decía la nota, asegura que el mundo, o parte de él, será destruido de forma repentina y que millones de personas morirán sin remedio. ¿Qué efecto cree que tendría la noticia, entre el momento de recibirla y el instante del cataclismo? Y una última pregunta, ¿a qué dedicaría su última hora de vida?

Ese año, 1922, Buñuel, en Madrid, acudía los sábados a las tertulias del Café Pombo, dirigidas por Ramón Gómez de la Serna. Con todo, es probable que hasta el Café Pombo llegara el periódico francés con la pregunta para que aquellos hombres sabios saborearan la inolvidable respuesta de Proust. La resumiré, a riesgo de convertirme en estatua de sal.

Contra la opinión general, ante la inminente catástrofe, la vida nos parecería repentinamente maravillosa. ¡Oh!, qué cantidad de proyectos, viajes, amores, estudios permanecen invisibles, ocultos en nuestra vida por nuestra pereza y por nuestra certeza de que existe un futuro… La certeza del futuro hace que todo lo pospongamos sin cesar. Pero si el cataclismo no se produjera desearíamos visitar las galerías de arte que a diario ignoramos, nos arrojaríamos a los pies de la mujer a la que en secreto adoramos y viajaríamos lejos, muy lejos, hasta encontrarnos con el deseo de volver a casa.

¡Qué fácil nos resulta desprendernos de la realidad y qué difícil de los sueños!